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"OLOR DE FUEGO"

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 10 de julio de 2014

Publicado originalmente en The Christian Science Journal de Marzo de 1920


Tal vez no haya historia más querida para el corazón del Científico Cristiano que la liberación de los tres jóvenes hebreos cautivos del horno de fuego de Nabucodonosor. La verdad es que todos la conocemos tan bien, incluso aquellos que solo de vez en cuando leen la Biblia, que no necesito repetirla aquí. No obstante, hay en ella un punto que, aunque se ha planteado con frecuencia, últimamente le ha interesado mucho a por lo menos un estudiante de la Ciencia Cristiana, y es el siguiente: que después que Sadrac, Mesac y Abed-nego fueron finalmente liberados, no solo sus ropas no estaban dañadas y el cabello de sus cabezas no se había quemado, sino que ni siquiera “olor de fuego tenían” (Daniel 3).

“Olor de fuego”: es aquí donde aquel que trata de comprender las Escrituras en su verdadero significado e importancia espiritual, no puede menos que hacer una pausa, puesto que, ¿qué es el olor de fuego, metafísicamente hablando? ¿No es acaso el recuerdo del mismo, su aguijón, el resentimiento que se siente a causa de él? “El olor de fuego” es el reconocimiento de que ocurrió algo malo. Quiere decir que el mal tiene una historia. Significa que, aunque ahora el fuego está apagado, alguna vez existió, y nosotros estábamos en él. Este último argumento parece afianzarse con tanta insistencia en la consciencia, que algunos de nosotros pasamos por el fuego y todos huelen el fuego en nosotros durante años después. Cuando esto ocurre, ¿podemos decir acaso que, como esos tres hace tanto tiempo, hemos salido de la experiencia sin ser tocados?

Neguémonos a permitir que el error se adhiera a nosotros de algún modo, apariencia o forma. Su pretensión de que alguna vez haya tenido actividad, presencia, poder, causa, inteligencia o ley, es incorrecta y falsa, y debe verse y manejarse solo como su último y desesperado esfuerzo de perpetuarse como una creencia en la memoria, puesto que todo lo demás ha fracasado. Neguémonos a darle vida, incluso hasta ese punto. Neguémonos a admitir que el mal haya tenido alguna vez un comienzo o un fin. Neguémonos a admitir que haya sido algo alguna vez, ni siquiera por un momento terrible. Esto, por supuesto, de ninguna manera implica que no debemos estar agradecidos por haber sido liberados de la creencia en el error, en el momento justo, y en el lugar justo, con el puro deseo de ayudar a alguien que puede estar atravesando por una experiencia similar. Simplemente significa que arrastrar su recuerdo con nosotros dondequiera que vamos, rumiando innecesariamente sobre lo ocurrido, en privado, hablando de él innecesariamente en público, y disfrutar aparentemente de recontar con melancolía sus desagradables detalles, no ayuda a eliminar el “olor de fuego” de nuestra ropa. ¿Acaso disminuiría notablemente con dicho procedimiento? 

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