Cuando estaba en la universidad, sentía que algunas de mis relaciones podían mejorar. Además, las conversaciones con familiares cercanos a menudo no parecían tan felices o productivas como podían ser. Pensando que sería de ayuda, traté de defenderme explicándoles cómo me sentía acerca de algunas luchas personales que enfrentaba. En retrospectiva, me doy cuenta de que esto dio la impresión de que estaba culpando a otros. No me estaba responsabilizando de los problemas por los que podría haber orado, sino que, en realidad, estaba perpetuando la perturbación que sentía y afectando negativamente a aquellos que me rodeaban. Pero en aquel entonces, yo no era consciente de esto y me preguntaba por qué seguía encontrando obstáculos al comunicarme con mis familiares y amigos.
Un día, mientras leía Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy, el término justificación propia me impactó como una tonelada de ladrillos. El pasaje implicaba que esto era un pecado; una acción o pensamiento que parecía alejarnos de Dios.
Me quedé estupefacta. ¿Por qué es errada la justificación propia? ¿No necesitamos defendernos o explicarnos de vez en cuando?
Mientras oraba por una respuesta, me encontré con una reminiscencia de uno de los primeros estudiantes de la Sra. Eddy, quien tenía sentimientos similares antes de reconocer que justificarnos a nosotros mismos es, en realidad, una forma de venganza, una acción que la Ciencia Cristiana describe como “inadmisible” (véase Ciencia y Salud, pág. 22). Janette Weller escribió: “Me pareció que no podía soportar ser juzgada erróneamente e incomprendida. Este intenso anhelo de justificación propia continuó durante muchos meses [hasta que], de repente, en un servicio dominical, se me ocurrió que mi justificación significaría la condenación de otro, y una nueva luz amaneció en mi consciencia. Fue en ese mismo momento que tuve la convicción de que el deseo de justificarse a uno mismo era el máximo sentido de venganza que uno podía albergar” (We Knew Mary Baker Eddy, Expanded Edition, Vol. II, p. 54).
La justificación propia se menciona seis veces en los escritos publicados de la Sra. Eddy. En un caso, ella dice: “En paciente obediencia a un Dios paciente, laboremos por disolver con el solvente universal del Amor el adamante del error —la voluntad propia, la justificación propia y el amor propio— que lucha contra la espiritualidad y es la ley del pecado y la muerte” (Ciencia y Salud, pág. 242).
Me di cuenta de que tratar de defender una acción equivocada o egoísta, incluso en algo tan menor como llegar tarde a una reunión, en realidad es tratar de justificar el error en lugar de vernos a nosotros mismos como el reflejo o la imagen de Dios, como la Biblia dice que somos. Es aceptar que algo desemejante a Dios puede existir y tener una identidad. Sirve para uno mismo, no para Dios, el único Ego verdadero, y niega nuestra verdadera identidad como Su reflejo perfecto.
En cambio, a medida que al orar nos vemos a nosotros mismos como la creación impecable del Amor divino, comprendemos que no hay necesidad de tratar de justificar el error o hacerlo una realidad. El temor a ser un humano que yerra separado de Dios —o a quedar mal— desaparece, y somos más amorosos debido a eso.
Desde que era joven, ciertas palabras o acciones que me traían a la memoria recuerdos dolorosos desencadenaban en mí una ansiedad extrema; lo que hoy podría llamarse un ataque de pánico. A veces, sin percibirlo y debido a mi sufrimiento, me desquitaba con las personas cercanas a mí y no las trataba con tanta amabilidad como lo hacía normalmente. Me sentía enojada con los demás porque en esos momentos creía que era su culpa que yo estuviera sufriendo tanto. Pero a través de esta nueva comprensión de la base falsa de la justificación propia, entendí que este dolor no era culpa de nadie, y que debía orar para obtener una mejor comprensión de lo que realmente soy como expresión de Dios.
Abandonar la justificación propia promueve la curación y las relaciones duraderas y saludables.
En mi oración me di cuenta de que había estado racionalizando mis acciones al explicar tan solo a unos pocos que había una razón real por la que todo esto estaba sucediendo; que una experiencia pasada en particular era la razón por la que me sentía como si fuera otra persona. Excusar este error había permitido que continuara, y la justificación propia hacía que otros se sintieran mal, culpables o indefensos para remediar la situación. También prolongó la mentira. Si aceptamos que el error (aquello que no es causado o creado por Dios) tiene una causa, también aceptamos que es una realidad. Esto retrasa nuestro reconocimiento de que el error no forma parte de nuestra identidad espiritual.
Se requirió de humildad para despertar y ver que la forma en que me sentía no era real, porque no tenía lugar en la Verdad divina. Mientras continuaba orando sobre esto, llegué a ver que el verdadero problema era la necesidad de comprender mejor mi relación con Dios. No tenía nada que ver con lo que alguien más había hecho o dicho. Tampoco podía ser afectada por nadie si comprendía y aceptaba que Dios me gobernaba. Comprendí que no hay excusa para no hablar con un amor completo y efusivo. Oré para saber cómo Dios, el Amor, me veía, y alcancé un sentido más grande de Su amor por mí y por todos. Se hizo evidente que el Amor no conoce nada desemejante al bien.
Este cambio en mi pensamiento no solo mejoró mis relaciones en gran medida, sino que también llevó a una curación total y completa de la ansiedad que había sufrido. Han pasado varios años desde esta curación. ¿Quién hubiera dicho que eliminar la justificación propia de mi pensamiento tendría un impacto tan grande?
Cuando era niña, si un entrenador o profesor de baile decía: “No pongas excusas”, yo siempre estaba de acuerdo. Pero ahora entiendo por qué eso es tan importante. Como el hijo amado y espiritual de Dios, creado a Su semejanza, cada uno de nosotros está realmente libre de culpas o comportamientos egoístas. Con este conocimiento, podemos hablar naturalmente con honestidad, mansedumbre, gracia y abnegación.
Todos tenemos la capacidad de comprender que el Amor es la ley que gobierna toda palabra y toda acción. El Amor divino disuelve cualquier patrón o hábito de error y nos muestra nuestra verdadera naturaleza. Es natural para nosotros, como reflejos de Dios, comunicarnos con los demás con tanto amor como Dios se comunica con nosotros. Abandonar la justificación propia —una representación falsa de nuestra identidad— abre el camino para la curación y promueve la comunicación afectuosa y las relaciones duraderas y saludables.