Cuando comencé a estudiar la Ciencia Cristiana, tuve una experiencia que cambió para siempre mi punto de vista sobre la naturaleza de la realidad, y puso literalmente de cabeza lo que consideraba real.
Antes de aprender sobre la Ciencia Cristiana, mi perspectiva de la realidad se basaba en lo que me habían enseñado en mi infancia en la Escuela Dominical de una iglesia protestante tradicional. Para cuando entré en la escuela de posgrado, tenía algunas preguntas serias sobre lo que era real y verdadero acerca de mí y mi relación con Dios.
Comencé a asistir a las reuniones de la Organización de la Ciencia Cristiana en mi universidad y me captaron el interés. Estuve de acuerdo con todas las ideas nuevas que estaba aprendiendo acerca de Dios y el Cristo; ideas tales como que Dios no nos da tanto castigo como alabanza, sino que Él es solo el bien, el Amor divino que abarca todo, y que al darnos cuenta y comprender este hecho, descubrimos que es el Amor el que constantemente guía y dirige nuestros pensamientos y acciones, cada día y a cada momento. También estaba aprendiendo que el Cristo es atemporal —estuvo en operación antes, durante y después del advenimiento y ministerio de Jesús— y que el Cristo es una presencia real y activa en nuestras vidas hoy. El Cristo, o la acción del Amor divino, nos ayuda a avanzar en nuestro progreso espiritual, y nos libera del pecado y la enfermedad.
Si bien estas ideas eran fascinantes y tenían sentido para mí, todavía no podía creer, y mucho menos comprender, el concepto de que yo, por ser el reflejo del Amor divino, era completamente espiritual. ¿Era cierto que no podía ser tanto material como espiritual? ¿Cómo podía ser cierto?
Una noche estaba estudiando en mi dormitorio. Sentado frente a mi escritorio, de repente me sentí abrumado por un dolor agudo en el abdomen. El dolor era tan intenso que me obligó a doblarme en mi silla. Me las arreglé para arrastrarme hasta la cama y dejarme caer en ella. Mientras yacía allí en agonía, me vino el pensamiento simple pero claro de que “Dios es amor” (1 Juan 4:8) y que el Amor es omnipotente, y, por lo tanto, nada podía hacerme daño. La situación empeoró. El dolor era más intenso y tenía mareos y náuseas. Continué afirmando con fervor la verdad, la realidad de que Dios, el Amor, era todopoderoso y que el poder de ese Amor era lo único que podía conocer. Llegó un punto en el que conocer el poder del Amor divino era absolutamente lo único que llenaba mi consciencia. En ese instante, no solo supe, sino que literalmente sentí el Amor y que yo era profundamente amado. Digo que lo sentí porque fue más allá del pensamiento. Era cálido, feliz y pacífico, como te sientes cuando estás envuelto en los brazos de alguien que te ama profundamente y a quien le importas mucho. En un instante este sentimiento me envolvió. El dolor, los mareos, las náuseas —todo— desaparecieron, se fueron. Fue como si hubieran apagado un interruptor. ¡Estaba sano!
Nunca había sido sanado solo al orar; jamás había pensado que fuera posible. Ahora sabía por qué era posible ser sanado solo a través de la oración. ¡La idea de que no soy material, solo espiritual, era verdad! Había demostrado lo que Mary Baker Eddy dijo que sucedería: “Toma consciencia por un solo momento de que la Vida y la inteligencia son puramente espirituales —ni están en la materia ni son de ella— y el cuerpo entonces no proferirá ninguna queja. Si estás sufriendo por una creencia en la enfermedad, repentinamente te encontrarás bien” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 14). Mi comprensión de la realidad cambió totalmente y para siempre.
Pude constatar el significado de esta curación y de mi nuevo descubrimiento de que era espiritual por lo que sucedió después. Como me sentía bien, decidí ir a la reunión de la Organización de la Ciencia Cristiana que se celebraba esa noche. Cuando crucé el campus para llegar a la reunión, noté media docena de ambulancias alrededor de los dormitorios altos que compartían un área común y una cafetería con mi dormitorio. Cuando llegué a la reunión, les conté a mis colegas la increíble curación que acababa de experimentar y reconocí que el mismo Amor todopoderoso que había cuidado de mí también estaba cuidando a los estudiantes de los dormitorios altos.
Al día siguiente, los titulares del periódico estudiantil explicaban que había habido un brote de salmonela en todos los dormitorios cercanos, debido a una ensalada de pavo en mal estado que habían servido en la cena la noche anterior. Trescientos estudiantes, incluyéndome a mí, habían comido la ensalada de pavo. El periódico decía que los estudiantes tuvieron que recibir algún tipo de tratamiento médico en la escuela y que casi 100 habían sido llevados al hospital para recibir más cuidados intensivos. Cuando leí el artículo, me di cuenta de que había manejado una condición grave de intoxicación alimentaria orando, declarando y conociendo algunos hechos básicos sobre mí y mi relación con Dios, y me había sanado rápidamente. Había demostrado por mí mismo que todos nosotros somos espirituales. Esta experiencia fue algo con lo cual probablemente un año antes habría lidiado subiéndome a una de esas ambulancias. No hace falta decir que estaba muy impresionado, no conmigo mismo, sino con el poder de esta prueba y la comprensión que había adquirido a través de la Ciencia Cristiana para ayudarme y sanarme a mí mismo y al mundo.
La Sra. Eddy proporciona una maravillosa descripción del proceso por el que cada uno de nosotros pasa cuando estudiamos seriamente la Ciencia Cristiana y hacemos el esfuerzo por descubrir quiénes somos realmente. Ella escribe: “La Ciencia Cristiana presenta desarrollo, no acrecentamiento; no manifiesta ningún crecimiento material de molécula a mente, sino una comunicación de la Mente divina al hombre y al universo… El hecho científico de que el hombre y el universo son desarrollados en el Espíritu, y son por eso espirituales, está tan firmemente establecido en la Ciencia divina como lo está la prueba de que los mortales ganan el sentido de salud sólo a medida que pierden el sentido de pecado y de enfermedad… Comprender espiritualmente que no hay sino un único creador, Dios, revela toda la creación, confirma las Escrituras, trae la dulce seguridad de que no hay separación, no hay dolor, y que el hombre es imperecedero y perfecto y eterno” (Ciencia y Salud, págs. 68-69).
A partir de esa experiencia de curación y muchas otras desde entonces, junto con el estudio de la Biblia y Ciencia y Salud, por Mary Baker Eddy, todavía estoy desarrollando mi comprensión de lo que significa ser espiritual. Me encanta este descubrimiento diario de quién soy realmente y mi verdadera relación con Dios.
Mark Catlin
Rochester, Nueva York, EUA