Una de las declaraciones de la Biblia más conocida y amada por los estudiantes de Ciencia CristianaChristian Science: Pronunciado Crischan Sáiens. se encuentra en la Primera Epístola del Apóstol Juan (3:1) que dice: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios”. Esta declaración significa que todos podemos contar con una rica herencia espiritual procedente del Padre, la Mente infinita. Sin embargo, tanto hombres como mujeres cuando se enteran de esta promesa por primera vez, la consideran no sólo dudosa sino hasta ridícula — ¡ pensar que cualquiera podría atribuírsela para sí!
El común de las personas está bastante consciente de los defectos y debilidades de su carácter humano. Creen que por honestidad no deben considerarse hijos de Dios porque esto implicaría un estado inmortal de perfección y bienaventuranza que humanamente ven lejos de evidenciarse.
Sin embargo, una de las enseñanzas fundamentales del cristianismo se refiere a la paternidad universal de Dios. Por lo tanto, para demostrar el poder sanador de Dios como Jesús lo demostró, tenemos que aceptar sin reservas aquí y ahora esta declaración de filiación divina, tanto para nosotros como para nuestros semejantes. Tenemos que comprender por qué podemos, con toda sinceridad, afirmar nuestra perfección inmortal y reclamar las bendiciones que resultan de nuestra íntima relación espiritual con Dios, y cómo podemos, sin hipocresía, defender firmemente esta posición, aun frente al testimonio mortal aparentemente abrumador que evidencia lo contrario.
La Ciencia Cristiana explica que Dios, el Principio divino, es la causa fundamental única. Su naturaleza perfecta se refleja en un solo universo espiritual perfecto. Este universo espiritual, incluso el hombre, está gobernado por ley divina y jamás cae de la norma deífica de pureza y armonía. Toda la descendencia de Dios — Sus hijos e hijas — son inmortales y están mantenidos invariablemente a Su imagen. Ésta es la realidad divina del ser que debiéramos comprender a fondo y demostrar concienzudamente en nuestras vidas.
¿ Pero qué de los hombres y mujeres mortales, falibles, que yerran, se enferman y pecan, con los cuales los seres humanos tan frecuentemente se identifican a sí mismos? Mary Baker Eddy se refiere a ellos de esta manera: “Los mortales son las falsificaciones de los inmortales. Son los hijos del malvado, o mal único, que declara que el hombre comienza en el polvo o como un embrión material” (Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, pág. 476).
En realidad, los mortales no son ni reales ni substanciales. Son las falsificaciones, las imágenes falsas del hombre espiritual y perfecto creado por Dios. No tienen identidad verdadera, tampoco son hijos de Dios que han empeorado y necesitan mejorar. Son cuadros falsos — a veces deformes y grotescos — del hombre real e inmortal y jamás debiéramos identificarnos, identificar a otros o permitir que se nos identifique con tales imágenes presentadas por “el malvado” — el falso sentido material que da testimonio acerca de ellos. El hombre real no emerge de un óvulo ni está constituido de polvo ni modelado en formas mortales finitas. En realidad, su Padre es Dios, el Espíritu divino, y su substancia, forma e identidad son totalmente espirituales y eternamente buenas.
Ésta es la verdad acerca de nuestro ser ahora mismo. Somos “hijos de Dios”, no del sentido material. Y cuando por medio de la Ciencia Cristiana se comprenda claramente la diferencia que existe entre la idea verdadera y la falsificación de la creencia mortal, entonces no hesitaremos en rechazar el cuadro falso e identificarnos con lo que realmente somos el linaje perfecto de Dios.
Nuestras declaraciones de filiación divina debieran ser firmes y seguras. Mrs. Eddy escribe en The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany (La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, pág. 242): “A menos que usted perciba plenamente que es hijo de Dios, y por lo tanto, perfecto, no tiene Principio para demostrar ni regla para su demostración”. Y luego añade: “Con esto no quiero decir que los mortales son los hijos de Dios — lejos de ello”.
Jesús sabía que Dios era su Padre, y comprendió la perfección inmortal que esto significaba, mas por un tiempo aceptó para sí el cuadro falso de mortalidad. Apareció ante el mundo en una forma humana y venció científicamente las tentaciones del sentido material — “el malvado” a fin de demostrarle a la humanidad la manera de vencerlas. Sobre la base de la filiación del hombre con Dios, Jesús rechazó todas las sugestiones de la mortalidad — sus limitaciones, discordancias, enfermedades y pretensión de que el hombre termina en muerte — hasta lograr la victoria final en la ascensión superando las sugestiones falsas que declaran que la existencia es material. No sólo se sanó a sí mismo sino que sanó también a otros. ¿Cuál fue su método? Mrs. Eddy dice: “Jesús veía en la Ciencia al hombre perfecto, que se le aparecía allí mismo donde los mortales ven al hombre mortal y pecador. En ese hombre perfecto el Salvador veía la semejanza misma de Dios y este concepto correcto del hombre curaba al enfermo” (Ciencia y Salud, págs. 476, 477).
La perfección inmortal puede ser demostrada por todo aquel que siga el ejemplo de Jesús, que reconozca la paternidad universal de Dios y que fielmente ponga todo pensamiento a tono con la ley divina. La consecuencia de identificarnos correctamente a nosotros mismos y a nuestro prójimo como “hijos de Dios”, y vivir de acuerdo con el Principio divino, será la curación mental y física.
Y la manifestación final será la ascensión sobre la creencia falsa de pecado y mortalidad. La iluminación espiritual que esta verdad brinda a la consciencia humana, producirá una percepción tan clara de la completa naturaleza divina del ser verdadero, que la materia finalmente perderá toda apariencia de realidad y desaparecerá completamente del pensamiento. Entonces sentiremos la alegría y libertad del ser espiritual que experimentó el autor del Apocalipsis cuando escribió: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar va no existía más” (21:1).
