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Los dos huertos

Del número de mayo de 1977 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


En la Biblia encontramos las narraciones sobre dos huertos: una es un mito; la otra, un acontecimiento histórico. En el huerto del Edén, en el primer libro del Antiguo Testamento, encontramos la primera presunción ficticia de la voluntad mortal. En el huerto de Getsemaní, en el Nuevo Testamento, vemos la más trascendental, la más portentosa lucha en la historia de la humanidad contra el magnetismo de esa fuerza de voluntad mortal mitológica y agresiva.

Después de la descripción divinamente inspirada de la creación espiritual en el primer capítulo del Génesis, en la cual Dios, el Principio creativo, es expuesto como el creador de todo, creando al hombre a Su imagen, y creando todo bueno, encontramos el intento de explicar una existencia mortal, en la cual un concepto mortal del creador, como conociendo y determinando tanto el bien como el mal, crea al hombre de la sustancia del polvo — al hombre encontrando su compleción en otro ser creado de la misma sustancia.

Aquí tenemos un par de contrastes: los dos huertos, Edén y Getsemaní, y las dos narraciones bíblicas de la creación, la mortal y la espiritual.

¡Cuán vital es que cada uno de nosotros comprendamos la verdadera naturaleza del hombre! Esta comprensión es la base misma del conocimiento de sí mismo, que siempre ha sido una necesidad esencial para todo ser humano. Quizás nunca antes la gente ha estado tan consciente de esta necesidad como lo está en la actualidad. Tenemos que conocernos a nosotros mismos antes de que podamos ser lo que en realidad somos y que cumplamos con el propósito de nuestra existencia.

La Ciencia del cristianismo, como Cristo Jesús lo enseñó y demostró, nos permite hacer la distinción entre lo espiritual y lo mortal y así obtener la clave del conocimiento científico de sí mismo y comprender cómo poder lograrlo nosotros mismos. El Evangelio según San Juan dice del Cristiano por excelencia: “A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”. Juan 1:12, 13; A medida que las personas aceptan a Cristo Jesús como su Mostrador del camino, serán guiados al reconocimiento y demostración de su propia filiación espiritual.

Por lo tanto, nos reconocemos a nosotros mismos, primero, mediante la percepción de que el hombre es el hijo, el linaje o resultado, de Dios, Su semejanza espiritual; segundo, reconociendo como falso, y como algo que debe ser rechazado, al negativo y sufriente sentido mortal que alega que el hombre es nacido de la voluntad y lujuria de la carne. En toda la Biblia el sentido mortal de existencia está relacionado con el sueño de Adán, y el mortal con el soñador, como en las conocidas palabras de Isaías: “Dejaos del hombre, cuyo aliento está en su nariz; porque ¿de qué es él estimado?” Isa. 2:22;

¿Qué podemos hacer para destruir la historia de sueños de la mortalidad y demostrar nuestra filiación espiritual?

En la realidad divina, la unión científica entre Dios y el hombre, el Padre e hijo, existe, es un hecho; humanamente, esta unión debe ser demostrada. ¡Porque es, podemos demostrarla!

Demostrando nuestra unión con Dios en la práctica de la vida es demostrar a Dios, nuestro Principio divino, es demostrar nuestra coincidencia con nuestra fuente divina. La coincidencia denota que hay relación en naturaleza y carácter. Por lo tanto, donde parece haber un mortal que lucha, allí mismo está el hijo de Dios, armonizando en naturaleza y carácter con su fuente divina. En el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud, la Sra. Eddy nos dice: “La unidad científica que existe entre Dios y el hombre tiene que demostrarse en la práctica de la vida, y la voluntad de Dios tiene que hacerse universalmente”.Ciencia y Salud, pág. 202;

¿Hay otra voluntad aparte de la de Dios? Quizás contestemos fácilmente: “¡No!” Pero que una voluntad aparte de la divina pretende existir, todos sabemos bien. Esta tal llamada voluntad mortal es la agresividad de un falso yo, un falso sentido de sí mismo, que arrogantemente dice: “¡Soy yo, y se me debe tomar en cuenta!” Todos reconocemos su familiar queja “¡Yo quiero lo que quiero cuando lo quiero!” Este “yo” es claramente la voluntad humana — más exactamente, la voluntad mortal — el falso sentido personal del yo, que ciertamente se debe tomar en cuenta. Nuevamente, las palabras de la Sra. Eddy establecen el hecho: “Es de la agresiva fuerza de voluntad mortal que debéis guardaros”.Miscellaneous Writings, pág. 281;

Esto nos lleva a las lecciones que se aprenden de los dos huertos. En el primer huerto vemos desobediencia; en el segundo, obediencia — a la voluntad de Dios. En el primero, debilidad; en el segundo, fortaleza divina. Eva se alimentó del desenfreno del sentido personal. El alimento de Jesús era hacer la voluntad del Padre (ver Juan 4:34). Adán y Eva comieron del fruto prohibido del árbol mitológico del conocimiento del bien y del mal; Jesús conocía a su Padre, Dios, como Vida.

Los dos mortales seducidos en el huerto mitológico trajeron sobre sí mismos la maldición que los echó fuera desposeídos, a buscar desde fuera lo que el hombre en su unidad con Dios ya posee dentro. Jesús tomó posesión consciente de lo que el hombre no puede ser desposeído — su unidad con el Padre-Madre Dios. Lo que fuera perdido en el primer huerto fue humanamente recuperado en el segundo. La primera narración alegó separación; la segunda demostró unión. La primera ilustró la dominación de la voluntad mortal; la segunda demostró el dominio de la voluntad divina. La primera ilustró a un mortal caído; la segunda culminó en un Salvador resucitado. La primera tuvo como consecuencia al Adán pecador y sus descendientes; la segunda reveló la filiación divina expresada por el Cristo.

En Getsemaní nuestro bendito Maestro estaba ocupándose de su propia salvación al mismo tiempo que era nuestro Mostrador del camino, mostrándonos cómo demostrar nuestra unidad con Dios. Así como el Cristo, la idea de la filiación divina del hombre, era la identidad espiritual de Cristo Jesús, así también en la realidad espiritual absoluta, es la verdadera identidad, o naturaleza divina, de cada uno de nosotros ahora mismo. Comprendiendo esto nos da dominio sobre lo mortal y vulnerable. La única realidad es la divina. En realidad no hay ningún “yo” mortal, ninguna voluntad mortal agresiva. A medida que nos damos cuenta de esto y rehusamos identificarnos como viviendo en la carne, demostramos nuestro dominio dado por Dios sobre las creencias de la carne.

¿Qué se requiere de nosotros para demostrar nuestro dominio sobre la voluntad de la carne, o sentido mortal del yo? El requisito es la espiritualización del pensamiento. Éste es el proceso de purificación mediante el cual lo divino demuestra su dominio sobre lo mortal en la naturaleza humana. Es armonizar nuestros pensamientos con la Verdad — lo verdadero; y rechazar lo mortal — lo irreal. El hombre no es el producto, el instrumento o la víctima de una voluntad mortal, sino el resultado de la voluntad divina. Las cualidades de la naturaleza divina son los elementos de la voluntad divina. Las cualidades del sentido personal — egoísmo, orgullo, temor, envidia, odio — son los componentes de la voluntad mortal. La espiritualización del pensamiento, entonces, está siempre superando lo que pretende ser sentimientos y debilidades mortales cuando nosotros reclamamos y ejercitamos las cualidades de nuestra naturaleza divina. Esto es básico para que comprendamos nuestra verdadera identidad, y esta comprensión nos permite ser nosotros mismos en toda circunstancia y cumplir así con nuestro propósito individual.

Por supuesto, en el reino espiritual no hay desafíos. Porque cada individuo es completo en su unidad con Dios, al afrontar un desafío jamás tenemos que obtener algo que ya no poseamos. Tenemos, sin embargo, que tomar posesión del poder derivado de Dios que ya se halla dentro de nosotros. Esto significa ser puros cuando somos tentados a ser impuros; ejercer nuestra integridad cuando somos tentados a ser deshonestos o a transigir; amar cuando somos tentados a envidiar u odiar; tener valor cuando somos tentados a temer. Principalmente, tomamos posesión de nuestros recursos espirituales al estar en comunión con Dios, como lo hacía Jesús en sus incontables horas a solas con su Padre. La fortaleza mental y el vigor espiritual se desarrollan a medida que hacemos nuestra su oración y la vivimos.

La Sra. Eddy, cuya labor de toda su vida testifica de haber ella afrontado las pruebas de Getsemaní, nos da una mayor percepción de la naturaleza de la oración de Jesús, cuando escribe: “Cuando el elemento humano luchaba en él con el divino, nuestro gran Maestro dijo: ‘No sea hecha mi voluntad, sino la Tuya’, — a saber: No sea la carne, sino el Espíritu, lo que esté representado en mí”.Ciencia y Salud, pág. 33.

En la proporción en que vivimos esta oración estaremos ocupándonos en demostrar nuestra unidad científica con Dios y recogeremos los frutos de esta unidad. Nos daremos cuenta de que como la voluntad de Dios es la única voluntad, Su voluntad es nuestra voluntad.

El magnetismo animal — la creencia en una mente o vida separada de Dios — enfrentado por la idea del Cristo en Getsemaní, demostró la debilidad mortal de los discípulos. En Jesús la confrontación resultó en fortaleza divina. Los discípulos permitieron que la apatía los dominara; Jesús amó lo suficiente como para dominar la apatía.

Jesús se conocía a sí mismo como el amado Hijo de su Padre divino, supeditado a la voluntad divina. Como él sabía que Dios era el único Dios, la única Vida y Mente y, por lo tanto, su Vida y Mente, en completa humildad reclamó y demostró la Mente que no podía ser mesmerizada, la Vida que no podía ser destruida, el Amor que era invencible.

Hace algunos años una experiencia conmovedora me hizo vislumbrar todo esto claramente. Una mañana desperté mucho antes del amanecer y permanecí acostada pensando sobre la situación actual del mundo, la responsabilidad y el desafío que afrontaban la Iglesia de Cristo, Científico, y sus miembros, y sobre mi propio lugar y actuación en este contexto. Me vino el pensamiento: “¡Sin duda éste es el Getsemaní de la humanidad!” Como varias veces antes, me imaginé esa escena trascendental de lucha espiritual, con los discípulos durmiendo apesadumbrados, y me identifiqué con los abrumados Pedro, Santiago y Juan. Pero súbitamente un pensamiento me sobresaltó: “¿Quién en este tiempo ocupa el lugar del angustiado Maestro? ¿Quién en este día tiene la responsabilidad de dar testimonio del Cristo, de cumplir con la voluntad y el propósito divinos?” La respuesta vino: “¡Tú!”

Por supuesto, en la historia humana nadie puede ocupar el lugar del Mostrador del camino, tan amado por la humanidad, pero aquellos quienes al seguirlo han logrado una comprensión demostrable del Cristo, la filiación espiritual del hombre, tienen trazado su propósito. Con el reconocimiento de esa filiación viene la responsabilidad del discipulado.

En cierto sentido debe haber habido muchos Getsemaníes, crucifixiones, resurrecciones y ascensiones de menor importancia en la experiencia humana de Jesús que lo prepararon para ese último Getsemaní y esa crucifixión final, y para la resurrección y ascensión que siguieron. Asimismo, cada uno de nosotros, cada hora, tiene que tomar decisiones sobre si dejar que la carne — el sentido mortal — o la naturaleza y voluntad divinas sean expresadas por nosotros. En toda vida humana hay Getsemaníes, luchas decisivas en las que elegimos si nos identificamos con el contraproducente y agresivo “yo” mortal o si dejamos que la voluntad del gran Yo soy se manifieste a través de nosotros; cuando hacemos la elección entre la debilidad de lo mortal y el poder de lo divino, entre la esclavitud de la carne o dominio sobre la carne; cuando hacemos la elección entre el placer momentáneo o la alegría que es eternamente recompensadora e inatacable.

Siempre debemos recordar que el serpentino sentido mortal jamás puede dar lo que promete, mientras que el sentido espiritual, el sentido divino, abre nuestros ojos a nuestra actual posesión de todo lo bueno en nuestra unidad con nuestro Padre divino. Ésta es Su voluntad para todo Sus hijos.

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