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¿Ama a tu prójimo? ¡Puede requerir valor!

Del número de enero de 2018 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


¿Amar a mi prójimo? ¿Estás bromeando? Con la experiencia que hemos tenido, ¡me podría golpear!

Cristo Jesús dijo que los dos grandes mandamientos eran amar a Dios y a tu prójimo como a ti mismo (véase Mateo 22:34–40). Amar a Dios, el creador de toda belleza y gracia parece relativamente lógico y no muy difícil. ¿Pero amar a mi prójimo? En mi experiencia, eso a veces puede requerir verdadero valor.

Por supuesto, podemos argumentar que en la época de Jesús las cosas eran muy diferentes. Estoy seguro de que Jesús no quiso decir que los liberales de hoy en día deben amar a los conservadores, y viceversa. ¿Quiso decir acaso que los cristianos de hoy deben amar a otros cristianos que, por ejemplo, tienen puntos de vista muy diferentes sobre temas sociales? ¿Deben los musulmanes chiíes amar a los musulmanes sunníes? ¿Los del sur abrazar a los del norte? ¿Qué podemos decir de los blancos y los negros?

El odio y la división a menudo siguen una norma conocida: el estereotipo. Convertir a otro en un demonio. Sembrar temor y mentiras sobre “ellos”.

Los esquemas en realidad no han cambiado mucho desde las épocas bíblicas, como tampoco las justificaciones basadas en los principios que parecen legítimos, pero están llenos de defectos. Los fariseos y los saduceos eran judíos estrictos que observaban la ley. Defendían las leyes e ideales de siglos de antigüedad. Probablemente creían que estaban protegiendo la fe, y a los fieles, de la corrosiva influencia de los incrédulos, los “inmorales” e “impíos” gentiles, o lo que era peor: los falsos profetas y pecadores.

No obstante, Jesús y los Apóstoles enseñaron que adherirse a los principios sin amor era inútil. Él enseñó a sus seguidores: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44).

Muchos cristianos conocen su parábola del buen samaritano (véase Lucas 10:30–37). ¿Quién fue el héroe en esa parábola? Un samaritano. No fue un judío como Jesús y sus seguidores, no fue un sacerdote. Los historiadores nos dicen que los judíos y los samaritanos (una secta hebrea) se odiaban apasionadamente. Nuevamente, este es un patrón muy común que se ve hoy en día entre los seguidores religiosos, incluso hasta de la misma religión.

 Imagínate el valor que debe haberse requerido para que el samaritano ayudara a un hombre judío que había sido asaltado por ladrones. En una oportunidad tuve que enfrentar mis propias opiniones y temores cuando tuve que lidiar con un vecino.

Este señor era propietario de una gran extensión de tierra adyacente a nuestra casa. Se había asociado con una promotora inmobiliaria para despejar los alrededores del bosque y construir una docena de casas nuevas. Muy pronto nos vimos en los lados opuestos de una disputa pública y muy enconada, respecto a ese plan. Finalmente, se alcanzó un acuerdo.

Pero pasaban los meses, y mi antipatía hacia ese vecino persistía. El concepto que tenía de él no era particularmente amable cuando me aferraba a algunos de los comentarios que él y sus abogados habían hecho durante las reuniones en el ayuntamiento. Como estudiante de la Biblia y de las enseñanzas de Cristo Jesús, yo no sentía que estaba viviendo conforme a la exigencia de amar a mi prójimo. Y como estudiante de la Ciencia Cristiana, ciertamente no sentía que reconocía la identidad espiritual de este hombre como reflejo de Dios, el Amor divino.

 Yo no sabía cómo se sentía mi vecino, pero la ira que me embargaba debido a la situación estaba socavando mi paz. Oré para obtener una percepción más clara de mi vecino como hermano, como hijo de Dios. Y sabía que la curación no sería completa hasta que tuviera el valor de dirigirme a mi vecino cara a cara.

Sin embargo, me sentía preocupado: ¿Tal vez seguía enojado conmigo por la parte que tuve en obstruir temporalmente el desarrollo inmobiliario? ¿Qué pasa si me aparezco en su puerta y me da un puñetazo? Era obvio, que yo todavía no había entendido con claridad que él era realmente mi hermano, no un enemigo.

Recurrí al Dios que todo lo sabe y que es todo amor para encontrar la respuesta. El Padre Nuestro, que Jesús enseñó a sus discípulos, comienza diciendo: “Padre nuestro que estás en los cielos” (Mateo 6:9). “Padre nuestro”. Inherente a esas primeras palabras hay una declaración de unidad. Cada vez que oraba el Padre Nuestro, afirmaba esa divinamente otorgada fraternidad con mi “enemigo”. En Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy hace esta audaz declaración: “Debiera entenderse plenamente que todos los hombres tienen una única Mente, un único Dios y Padre, una única Vida, Verdad y Amor. El género humano se perfeccionará en la proporción en que este hecho se torne aparente, cesarán las guerras y la verdadera hermandad del hombre será establecida” (pág. 467).

Con un solo Padre, un solo Dios, mi vecino y yo fuimos creados como hermanos. Es así como nos ve el Amor divino, Dios, razoné. Y comprender este hecho armoniza y hace los ajustes necesarios en las relaciones y actitudes.

Si Dios, nuestro Padre, es Espíritu y Amor, entonces en Su linaje no hay lugar alguno para la animosidad, el temor o el resentimiento. Esto también significa que el odio y el temor no son poderes reales y verdaderos que puedan desafiar la supremacía del Amor divino. En ese Amor puro, “vivimos, y nos movemos, y somos”, para citar a Pablo en el libro de los Hechos (17:28).

Debo ver a mi vecino como a mi familia, como otro hijo amado, o idea espiritual, del único Dios amoroso. Ni él ni yo podíamos ser cautivos de la ira o la mala voluntad. Simplemente, esa no era nuestra verdadera naturaleza.

 Mis oraciones fueron respondidas totalmente en un partido de fútbol. Yo estaba en las graderías, viendo a mi hija competir, cuando me di cuenta de que mi vecino y su esposa también estaban allí. El equipo de mi hija estaba compitiendo contra el equipo de la hija de ellos.

¿Amar a mi prójimo? Bueno, aquí estaba la oportunidad, pensé. Me tragué el temor, declarando con firmeza nuevamente lo que conocía de nuestra verdadera relación. Entonces caminé hasta donde estaban ellos, extendí mi mano y dije: “Hola, vecino ¿cómo anda todo?” Él levantó la vista, estrechó mi mano y sonrió. Me senté junto a él, y hablamos del juego de fútbol por unos minutos, como padres orgullosos.

No llegamos a ser los mejores amigos, pero éramos cordiales, y nos llevamos bien como vecinos después de eso. Mi temor de que pudiera haber alguna interacción llena de ira desapareció.

Superar una división a menudo es difícil. El temor nos paraliza o nos mantiene en un ciclo de odio. Pero en mi caso, el Amor divino me desafió a salir de mi posición cómoda. Y la paz que sentí como compensación me demostró que valió la pena hacerlo.

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