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Original Web

EDITORIAL

Amarnos a nosotros mismos como a nuestro prójimo

Del número de julio de 2022 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Apareció primero el 24 de febrero de 2022 como original para la Web.


En un dibujo anónimo, un joven está sentado debajo de un árbol, con las manos dobladas sobre sus rodillas, contemplando el cielo nocturno. Este sencillo boceto está acompañado de estas palabras: “Nunca hablarás con nadie más de lo que te hablas a ti mismo en tu cabeza. Sé amable contigo mismo”.

Si nos hacemos eco de la quietud del joven y escuchamos en el silencio de nuestros pensamientos, podemos oír una voz que no es la nuestra, dándonos un mensaje similar. Es el Cristo, el mensaje divino de Dios, que Jesús escuchaba incesantemente cuando sanaba a los enfermos y apartaba a las personas de las malas acciones y la forma de pensar equivocada. El Cristo aún transmite hoy una idea clave que Jesús compartió: Debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Esto implica que es correcto amarnos a nosotros mismos.

Pero Jesús no nos estaba diciendo que adoremos el yo que parecemos ser, compuesto de pensamientos buenos y malos y acciones correctas e incorrectas, que vacila entre la enfermedad y la salud, entre la denigración y el engrandecimiento propios. El estudio y la práctica de la Ciencia Cristiana revelan la naturaleza de la “identidad” espiritual que cada uno de nosotros tiene, constituida por todo lo que refleja y expresa el Amor divino, Dios. Así es como debemos comprendernos y apreciarnos a nosotros mismos, como la expresión individual de sí mismo del Amor, sostenida dentro de la ilimitada realidad del Amor. Mary Baker Eddy, quien descubrió la Ciencia Cristiana, usó la palabra desinteresada para describir el amor que refleja el Amor divino, y acuñó la frase “nuestra mejor y más desinteresada identidad” (La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, pág. 6) para describir la individualidad que expresa a Dios en dicho amor. Llegamos a conocernos a nosotros mismos de esta manera, y, por lo tanto, nos amamos a nosotros mismos, a medida que llegamos a conocer a Dios, porque Él es la única fuente de esta identidad verdadera que es totalmente espiritual.  

El listado de razones por las que no nos amamos a nosotros mismos, o lo hacemos engreídamente, puede incluir la autocrítica, así como rasgos erróneos tales como el orgullo y el egoísmo. Pero estos son los aspectos mortales de nuestra humanidad, totalmente distintos de nuestra verdadera identidad espiritual, la que siempre es digna del amor de Dios y del nuestro.

No necesitamos condenarnos a nosotros mismos por albergar este sentido erróneo y mortal del ser, sino más bien ver cada vez más su irrealidad. Lo que se necesita es dejar de creer en su pretensión de que nos define al obtener una comprensión más elevada de Dios como la única Vida de todos, incluyéndonos a nosotros. Esto nos permite dejar de identificarnos con todo lo que no es nuestra identidad espiritual. La Sra. Eddy ilustra gráficamente la forma de percibir esta visión más elevada en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Fijando tu mirada en las realidades supernas, ascenderás hacia la consciencia espiritual del ser, tal como el pájaro que ha salido del huevo y alisa sus alas para un vuelo en dirección al cielo” (pág. 261).

Estas realidades supernas son las verdades espirituales, como el hecho de que el amor de Dios lo abarca todo y que cada uno de nosotros es para siempre el heredero de ese amor. Vívidamente consciente de tales verdades, Jesús sanó toda clase de dolencias, desde epilepsia hasta discapacidad y enfermedades mentales graves. Ciencia y Salud explica que el mantener constantemente su “mirada” en dirección del Espíritu logró esto: “Jesús contemplaba en la Ciencia al hombre perfecto, que a él se le hacía aparente donde el hombre mortal y pecador se hace aparente a los mortales. En este hombre perfecto, el Salvador veía la semejanza misma de Dios, y esta perspectiva correcta del hombre sanaba a los enfermos” (págs. 476-477).

Seguir este ejemplo es la forma en que con más utilidad —y más sanamente— amamos a nuestro prójimo. Sin embargo, incluso cuando nos esforzamos por ver a los demás de esta manera, es posible que todavía nos encontremos resistiéndonos a la idea de que esta verdad sagrada de la creación perfecta de Dios se aplica igualmente a nosotros. Pero así es, porque el amor de Dios es perfecto en su consistencia. Todos estamos tan “maravillosamente hechos” como el salmista comprendió que él estaba cuando cantó acerca de Dios: “Te alabaré, porque asombrosa y maravillosamente he sido hecho; maravillosas son tus obras, y mi alma lo sabe muy bien” (Salmos 139:14, LBLA).

Paso a paso, podemos ceder, sostener y —cuando sea necesario— recuperar esta idea verdadera frente a lo que sea que nos tiente a actuar y a creer que somos como “el hombre mortal y pecador”. Esto nos libera de pensamientos y hábitos que apartan nuestra mirada de la divinidad y su creación. Que tal curación del pecado es posible se ilustra en este número de El Heraldo. Martha Sarvis sanó al dejar de reaccionar con ira, y se dio cuenta de que esto beneficiaba a todos. “Eliminar rasgos que no nos pertenecen muestra compasión por nosotros y por los demás”, escribe (véase “Fortalecida para no entregarse a la ira”).

Cualquier hombre o mujer joven —de hecho, cualquier persona, a cualquier edad— que contemple el cielo nocturno preguntándose cómo ser más amable consigo mismo y con los demás, puede mirar aún más alto dentro de esas “realidades supernas” y encontrar su identidad como el hijo siempre digno de Dios. Allí, descubrimos un listado interminable de razones para amar al reflejo de Dios que se ve en todos, incluyéndonos a nosotros mismos, como Jesús nos aconsejó que siempre hiciéramos.

Tony Lobl
Redactor Adjunto

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