Hasta hace poco, cada Día de Acción de Gracias era casi idéntico para mí. Esperaba con ansias la comodidad de una mesa compartida con mi familia inmediata, y a veces con algunos otros invitados, con la misma variedad de deliciosos platos tradicionales que mi madre preparaba con días de anticipación. No podía imaginar que la celebración fuera completa sin sus panecillos de calabaza y al menos cuatro tipos de pasteles con crema batida.
Una mañana de Acción de Gracias después de haberme mudado al otro lado del país, en realidad lloré ante la idea de estar ausente de la mesa de mi familia. Pero, ese año y el siguiente, surgieron oportunidades inesperadas para que pasara el Día de Acción de Gracias con amigos. Había estado aprendiendo a estar abierta a nuevas y sorprendentes pruebas del cuidado de Dios. Las comidas y tradiciones que mis amigos compartían conmigo eran diferentes de lo que estaba acostumbrada (una amiga preparó curry de maní, y no recuerdo que hubiera algún pastel en esa mesa), pero aprecié la variedad y disfruté mucho de la compañía.
El libro de Isaías nos ofrece una promesa y un desafío en momentos en que nos sentimos atrapados en las formas familiares de vivir: “No os acordéis de las cosas pasadas, ni traigáis a memoria las cosas antiguas. He aquí que yo hago cosa nueva; pronto saldrá a luz; ¿no la conoceréis? Otra vez abriré camino en el desierto, y ríos en la soledad” (43:18, 19).
Pasar el Día de Acción de Gracias con amigos trajo oportunidades imprevistas para compartir y sentir gratitud, y estas ocasiones ampliaron mis horizontes espirituales y mejoraron mi sentido de unidad con Dios y con los demás.
Luego llegó un año en que, poco antes de la celebración, recibí el mensaje claro y espiritualmente inspirado de que no debía aceptar ninguna invitación para pasarlo con nadie. Esto me pareció extraño, pero el mensaje iba acompañado de una sensación de paz, así que confié en él. Algunas personas se comunicaron conmigo para que me reuniera con ellos para sus celebraciones, pero decidí pasar el día sola, o más bien, con Dios.
El día de gratitud que pasé con el Amor, Dios, fue dulce, sencillo y profundamente edificante.
Antes de esto, la idea de pasar el Día de Acción de Gracias sola hubiera sido sumamente inquietante. Pero ese año fue diferente. No sentí ninguna tristeza o lástima por mí misma. En cambio, encontré una libertad inesperada ante la perspectiva de pasar un día de gratitud a solas con Dios.
“¿Sería la existencia sin amigos personales un vacío para ti?”, pregunta Mary Baker Eddy en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras. Ella continúa: “Entonces llegará el momento en que estarás solitario, privado de compasión; mas este aparente vacío ya está colmado de Amor divino. Cuando llegue esta hora de desarrollo, aunque te aferres a un sentido de gozos personales, el Amor espiritual te forzará a aceptar lo que mejor promueva tu crecimiento” (pág. 266).
Independientemente de las experiencias humanas difíciles que podamos enfrentar, la presencia de Dios, el Amor divino, es constante y confiable. Me he encontrado aún más consciente de esta presencia en momentos en que los seres queridos y las comodidades familiares no han estado disponibles. En estos momentos, podemos descubrir formas nuevas y significativas de sentirnos divinamente amados.
El Amor, Dios, cuida de nosotros muy apacible y específicamente. El día de gratitud que pasé con el Amor fue dulce, sencillo y profundamente inspirador. Después de asistir al servicio matutino de Acción de Gracias en mi Iglesia filial de Cristo, Científico, me tomé un tiempo tranquilo para orar y leer, disfruté de un simple plato de pasta seguido de un postre especial, salí a dar un hermoso paseo y hablé con mi familia por teléfono. El día en sí no parecía particularmente monumental, pero después sentí una fortaleza e impulso espirituales que me prepararon para tomar algunas decisiones que había estado evitando, lo que tuvo como resultado un paso de progreso imprescindible en una situación particularmente difícil.
Estar dispuesto a romper con las tradiciones familiares, en días festivos o cualquier otro día, puede abrir nuestros corazones para tener experiencias nuevas e inspiradas que conducen al progreso en nuestras vidas. Pasar una fiesta solo no tiene por qué ser una experiencia deprimente, sino que puede traer una sensación de libertad que nos permite sentirnos más cerca de Dios. Para mí, lo cerca que me sentí de Él aquel día de Acción de Gracias hizo que sintiera una gratitud más profunda de la que había experimentado en otros días de Acción de Gracias, cuando gran parte de mi enfoque se centraba en preparar una multitud de platos sabrosos.
El año pasado sentí solidaridad con muchos otros que estaban celebrando el día de Acción de Gracias solos debido a las restricciones relacionadas con la pandemia. Escuché historias conmovedoras de los momentos especiales que las personas disfrutaron a pesar de no estar con familiares y amigos.
A medida que nos preparamos para las fiestas de cada año, en lugar de anticipar los placeres tradicionales o temer el potencial de sentir angustia o agotamiento, podemos seguir adelante con el entusiasmo de ver cómo se expresará el Amor nuevamente a través de experiencias únicas. E incluso si parecemos enfrentar la carga de la obligación o el temor a estar solos, elevarnos por encima de esto nos ayuda a crecer espiritualmente. Dejar de lado la tradición por el bien de la tradición o los hábitos formados a través de normas culturales puede traer genuina inspiración.
Por supuesto, también podemos encontrar libertad y frescura dentro de las tradiciones y reuniones navideñas. A medida que dejamos de lado cualquier presión que nos acompañe, nos liberamos a nosotros mismos y a nuestros seres queridos para experimentar el cuidado de Dios de nuevas maneras que nos unen en un espíritu más profundo de inseparabilidad, bendiciendo a todos con el crecimiento espiritual. Y esta libertad inspira gratitud en cada estación del año.