Antes de conocer la Ciencia Cristiana, busqué incesantemente la comprensión espiritual. Investigué muchas religiones, tratando de encontrar paz, pero no pude hallarla. En aquel entonces, tenía mucho miedo. Sentía lástima por el sufrimiento y la tristeza que veía en las personas y los animales. Las malas noticias me hacían llorar. Quería cambiar esa historia. Quería que Dios me mostrara un camino en el que pudiera ayudar a aliviar el sufrimiento; no solo, por ejemplo, ayudar económicamente o donar alimentos u otras necesidades, sino con algo más profundo que trajera curación al mundo.
Mi hija asistía a una escuela ubicada justo frente a una Iglesia de Cristo, Científico. Solía llegar temprano a recogerla y, mientras esperaba, me detenía frente a la ventana de la Sala de Lectura de la iglesia y leía artículos y testimonios en O Arauto da Ciência Cristã (una revista mensual en portugués). Sentía que lo que leía era lo que siempre había estado buscando, y quería ser parte de esta religión. Pero necesitaba vencer la timidez y entrar.
Hablé con una de mis hermanas sobre esto, y ella vio que era muy importante para mí y me animó a entrar en la iglesia. Fui recibida con cariño por un asistente de la Sala de Lectura, quien me mostró el libro Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, de Mary Baker Eddy, que tomé prestado y comencé a leer. En el auditorio de la iglesia me llamó la atención una frase en la pared: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32). Sentí que esta era una respuesta de Dios.
Comencé a asistir a los servicios y a estudiar las lecciones bíblicas semanales del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana. A medida que aprendía a orar de acuerdo con las enseñanzas de la Ciencia Cristiana, descubría que esta forma de oración requería que vigilara mis pensamientos. Tuve que dejar de aceptar como real lo que veía solo a través de los sentidos físicos, que nos muestran un sentido limitado de las cosas. Empecé a verlas a través de la lente divina del Amor, Dios, que ama a toda la creación. Aprendí a amar a Dios y a mi prójimo como Jesús nos enseña en la Biblia. Eso había sido difícil para mí antes, porque lo único que veía era a una persona que necesitaba ayuda en lugar de al hombre creado por Dios, como se describe en el primer capítulo del Génesis.
Después de comprender mejor la Ciencia Cristiana, me di cuenta de que necesitaba reemplazar los conceptos erróneos sobre la vida con los conceptos cristianamente científicos explicados en la Biblia y en los escritos de la Sra. Eddy. Ahora, al aceptar y reconocer el amor infinito de Dios por Sus hijos, puedo rechazar y negar el error de la falta de armonía. Y hacer esto sana la desarmonía. Este resultado no depende de la voluntad personal, sino de la aceptación de la omnipresencia de Dios, el bien, la Vida. Proviene del conocimiento del Principio divino de todo lo que realmente existe: Dios, quien ya ha hecho todo perfecto, espiritual y eterno, y ama, cuida y protege a toda Su creación.
En una ocasión, volvía a casa del trabajo a altas horas de la noche y dos jóvenes subieron al autobús. Uno de ellos parecía haber consumido drogas. El otro tenía un gran revólver plateado, y anunciaron que se trataba de un robo.
Había estado estudiando la Lección Bíblica sobre el tema “El hombre”. Continué leyendo la Lección y me detuve en un pasaje que decía: “Jesús veía en la Ciencia al hombre perfecto, que aparecía a él donde el hombre mortal y pecador aparece a los mortales. En este hombre perfecto el Salvador veía la semejanza misma de Dios, y esta manera correcta de ver al hombre sanaba a los enfermos. Así Jesús enseñó que el reino de Dios está intacto, es universal, y que el hombre es puro y santo” (Ciencia y Salud, págs. 476-477).
Allí mismo, en el autobús, oré con estas ideas y sentí por esos muchachos un amor que no era humano, sino que tenía la autoridad de Dios. Me quedé muy tranquila. Cuando el joven de la pistola le pidió algo a la chica que estaba a mi lado, me rozó el hombro con su revólver y dijo: “Lo siento, señorita, fue un accidente”. Respondí con una sonrisa. Después de eso, nos dejaron a todos solos y se bajaron del autobús sin aspavientos ni pánico, sin tomar nada más.
Estaba muy agradecida de ver que siempre puedo amar a mi prójimo de una manera espiritual, porque el camino espiritual es el camino verdadero. Entonces comenzamos a ver quiénes somos realmente: hijos amados, uno con Dios.