Nunca hay un buen momento para estar mal; sin embargo, una sensación particular de temor me embargó cuando las náuseas se apoderaron de mí y empeoraron rápidamente un sábado por la noche. Mi esposo debía cumplir con su servicio mensual de la Guardia Nacional al día siguiente, y yo sería responsable de cuidar de nuestros tres hijos pequeños sola en casa. No podía imaginar cómo me las arreglaría.
Abrumada por los síntomas, llamé a una practicista de la Ciencia Cristiana para que me diera un tratamiento metafísico. Agradecí por su tranquila seguridad de que yo no estaba sola y que ella comenzaría a orar de inmediato.
Esa simple certeza de que no estaba sola reprendió mi temor a ser la fuente de la curación, la felicidad de nuestros hijos y la armonía de nuestra familia. Sentí que la frustración por la pendiente ausencia de mi esposo daba paso a la gratitud por su dedicado servicio y su desinteresado sentido de la vocación.