Dios, el bien, la fuente de valor y calma, lo abraza e incluye todo. El poder de la quietud de Dios es espiritual, y todos podemos experimentar su efecto sanador. Dios mismo nos lleva a percibir que la creación es totalmente espiritual, y nos inspira a permanecer serenos, sin dejarnos perturbar por las evidencias de enfermedad. Esto ocurre muchas veces cuando estamos orando, y el resultado es la curación. Al ir comprendiendo la existencia de un solo Dios, el Espíritu, y de una sola creación hecha a Su semejanza, vamos aprendiendo a resolver dificultades de salud, y de todo tipo, incluso a no inquietarnos con la dimensión que aparenten tener esas dificultades. Es posible ahora permanecer conscientes del amor de Dios, y por tanto permanecer quietos en medio de las tormentas del vivir humano. La calma, una cualidad de la naturaleza divina, es inherente a Su reflejo, el hombre. Y lo que es natural para Dios, lo es igualmente para Su semejanza.
En el libro Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy escribe: “Los enfermos están aterrorizados por sus creencias enfermizas, y los pecadores debieran estar atemorizados por sus creencias pecaminosas; mas el Científico Cristiano estará calmo en la presencia tanto del pecado como de la enfermedad, sabiendo, como sabe, que la Vida es Dios y que Dios es Todo” (pág. 366).
Obedeciendo las enseñanzas de este libro, cuando nuestros hijos eran pequeñitos fueron sanados muchas veces —varias de ellas muy rápidamente— en la proporción en que vencía el temor tan ligado a la condición personal de ser mamá, responsable del cuidado de la salud de sus hijos. Uno de ellos (era un bebé de dos meses) una noche despertó presentando muy alta temperatura, presumiblemente por haber estado expuesto al sol durante el día. El padre y yo oramos por dos horas, tiempo que el niño estuvo despierto sintiéndose muy incómodo. Oramos sabiendo que, en su identidad verdadera a semejanza de Dios, el bebé jamás estaba expuesto a peligro alguno, sino amparado bajo el cuidado constante del Padre y Madre de todos, el Amor divino. Pronto lo pudimos llevar de nuevo a la cama, totalmente fresco y tranquilo.
La Biblia dice: “En descanso y en reposo seréis salvos; en quietud y en confianza será vuestra fortaleza” (Isaías 30:15). Y esta era precisamente la actitud que Cristo Jesús, el sanador por excelencia, tenía para con los enfermos, tal como lo expone la Biblia: “Al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas” (Mateo 9:36), y “mirándole, le amó” (Marcos 10:21). Esto quiere decir que a quienes buscaban su ayuda los vio, no como enfermos o pecadores, sino como los hijos de la creación espiritual de Dios, que lo manifestaban a Él en plena perfección y libertad. Jesús no se hizo eco de la preocupación de los discípulos, ni observó atemorizado la fuerza incontrolable del viento cuando estaba en la barca azotada por la tempestad en el mar. En cambio, se constituyó en ley de seguridad para consigo mismo, consciente de la presencia amorosa de Dios, en ese mismo instante. Jesús siempre estaba consciente de la omnipotencia del Cristo, la Verdad, para armonizar toda situación y sanarla, sin dudar jamás de que en la tranquila omnipresencia del Padre, toda discordia material cede a Su mandato: “Calla, enmudece” (Marcos 4:39).
La oración que reconoce estos hechos espirituales verdaderos fortalece mucho más de lo que cualquier valentía de la voluntad personal pueda conseguir, e impele en nuestro interior algo de la quietud divina, que es poderosa para derrotar todo temor y sanar.
Entonces, —al igual que en la experiencia de Cristo Jesús, el gran médico, que menciona Ciencia y Salud (pág. 442)— cuando la idea-Cristo gobierna el pensamiento también se hace para nosotros una “grande bonanza”. Y como consecuencia natural se produce la curación bajo al influjo de la quietud que el Espíritu imparte.