Era mi primera semana en la universidad en los Estados Unidos, y no entendía qué era lo que pasaba con mi compañero de cuarto. Al principio traté de trabar amistad con él, pero no fue muy receptivo. Así que me aparté, pensando que necesitaba su espacio. Sin embargo, pronto me di cuenta de que, aunque parecía no querer hablar conmigo, fuera de nuestra habitación él era amigable con los demás.
Nunca antes había estado en una situación como esta, de estar cerca de alguien, tener que vivir con alguien, y que fingiera que yo no existía. La atmósfera de la habitación era tensa, y en las pocas interacciones que tenía con él siempre era desagradable y grosero.
Un día, un chico al otro lado del pasillo me dijo que sabía lo que estaba pasando. Mi compañero de cuarto tenía la reputación de ser racista. El problema no era yo, sino el color de mi piel.
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