Era mi primera semana en la universidad en los Estados Unidos, y no entendía qué era lo que pasaba con mi compañero de cuarto. Al principio traté de trabar amistad con él, pero no fue muy receptivo. Así que me aparté, pensando que necesitaba su espacio. Sin embargo, pronto me di cuenta de que, aunque parecía no querer hablar conmigo, fuera de nuestra habitación él era amigable con los demás.
Nunca antes había estado en una situación como esta, de estar cerca de alguien, tener que vivir con alguien, y que fingiera que yo no existía. La atmósfera de la habitación era tensa, y en las pocas interacciones que tenía con él siempre era desagradable y grosero.
Un día, un chico al otro lado del pasillo me dijo que sabía lo que estaba pasando. Mi compañero de cuarto tenía la reputación de ser racista. El problema no era yo, sino el color de mi piel.
Jamás me había enfrentado a algo como esto, y no sabía qué hacer. Intentaba orar, pero también luchaba internamente, pues me sentía herido y muy confundido.
Cuando me desperté al día siguiente, no me sentía bien. Esta carga pesada parecía presionarme de tal manera, que apenas podía salir de la cama. Ni siquiera podía asistir a mis clases.
Hablé con mi madre y con mi familia anfitriona acerca de lo que estaba pasando, y oramos juntos. Trabajamos desde el punto de vista de que, puesto que Dios es Uno, el hombre, que incluye a todos, también debe ser uno. Cualquier sugestión de división o animosidad solo podía ser una perspectiva errónea del hombre: impotente para actuar, influenciar o dividir a los hijos inocentes de Dios.
También estaba leyendo el libro Mary Baker Eddy: Una vida dedicada a la curación (Yvonne Caché von Fettweis y Robert Townsend Warneck) y había estado pensando en lo que Mary Baker Eddy realmente quiso decir cuando se refirió a nuestro afecto por el prójimo. Me di cuenta de que este tipo de amor puro que sana incluye no juzgar, y esto a su vez incluye mi propia opinión sobre mi compañero de cuarto. Comprendí que efectivamente había estado juzgándolo al etiquetarlo como un racista. Si bien había pensado que el problema era solo el hecho de que él me había estado identificando incorrectamente a mí, ahora podía ver que yo también había estado identificándolo mal a él. En algún momento esa identificación errónea se había convertido en un sentimiento de odio. Pero ahora, el Amor divino estaba purificando mis afectos y permitiéndome verlo de otra manera, para amarlo verdaderamente como a mi hermano.
Después de eso me sentí mejor y al poco tiempo regresé a mis clases. Durante las siguientes semanas, continué orando lo que también iluminó más mi pensamiento, y comencé a ver a mi compañero de cuarto más claramente como hijo de Dios. Podía admitir e incluso valorar la idea de que ambos tenemos el mismo Padre. Puesto que fuimos creados por Dios, no había nada que él tuviese que yo no tuviera, y viceversa. Y tener el mismo Padre-Madre Dios significa que vivimos bajo las mismas leyes divinas de la armonía. Las etiquetas que le había puesto comenzaron a esfumarse, y empecé a pensar en él sin juzgarlo.
Al final de la tercera semana de escuela, era su cumpleaños. Me sorprendí cuando entré en la habitación y lo encontré allí con las galletas que su madre le había enviado, queriendo compartirlas conmigo. Para ser sincero, aunque había estado esperando la curación porque había orado, ¡no esperaba esto! Dijo que quería que este momento fuera solo para nosotros dos.
Mientras estábamos sentados allí comiendo las galletas, comenzó a decir cosas que mostraban aún más claramente cómo el Amor divino había estado obrando en nuestros corazones. Reconoció que había muchas personas a las que no había tratado bien, incluyéndome a mí, y que había estado orando para superar eso; dijo también que un amigo lo estaba ayudando mediante la oración.
“Lamento mucho todo lo desagradable que hice”, me dijo. “Realmente no quise lastimarte”.
Después de eso, realmente nos hicimos amigos. Fue increíble ver el cambio en él y la forma en que continuó creciendo ese semestre. No me quedó ningún resentimiento hacia él. De hecho, hasta el día de hoy seguimos siendo amigos. Las diferencias que antes parecían tan evidentes se desvanecieron a la luz de la verdad de lo que ambos somos: hijos del mismo Dios. Hermanos.