P: ¿Cómo puedo dejar de sentirme tan fea?
A: Cuando era jovencita, había en mi clase de danza una chica, Carrie, que era muy popular y bella; todo lo que yo sentía que no era. Tenía un lindo corte de pelo, y mi cabello largo y espeso se veía muy soso al estar juntas frente al espejo y compararme con ella mientras aprendíamos nuestras coreografías.
En un esfuerzo por mejorar la manera en que me sentía, me hice un corte de cabello similar. Pero unos días después, alguien en la escuela me dijo que me parecía a un joven actor de televisión que me gustaba. Me sentí muy mortificada. Me gustaba su apariencia, pero ¡no quería parecerme a él! Ahora tendría que esperar varios meses hasta que me creciera el pelo y dejara de tener ese corte que no me favorecía para nada, además de sentirme más fea de lo que ya me sentía.
Seguramente me quejé con mi mamá, porque ella me dio una de sus pequeñas “tareas”, que se suponía que eran como la búsqueda espiritual de un tesoro: “Mira el Himno 109, y luego me dices qué es lo que saca a relucir la belleza”.
En ese momento probablemente haya hecho un gesto con mis ojos, pero también sabía por experiencia que esas ideas que mi mamá compartía conmigo podían ser muy útiles. Esto fue lo que encontré cuando miré el Himnario de la Ciencia Cristiana:
Vidas santas nos revelan
Tu belleza, oh Señor;
consolando corazones
reflejamos Tu fulgor.
Con profunda reverencia
comprendemos Tu poder;
con acciones abnegadas
expresamos Tu amor.
(Maria Louise Baum, traducción © CSBD)
La idea de “acciones abnegadas” sonaba mucho más satisfactorio que tratar de hacer que me viera mejor. Y sentí que sería más reconfortante centrarme en algo más sustancial que mi apariencia y lo que la gente pensara de mí.
Comencé a leer cada día una sección de la Lección Bíblica de la Ciencia Cristiana, que se encuentra en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana, donde obtuve inspiración que ayudó a apartar mi enfoque de mí misma y volverlo hacia Dios. Y la verdad es que empezó a gustarme asistir a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana; algo que por un tiempo había sido para mí como una tarea muy temida. Resultó que aprender más acerca de Dios era en realidad mucho más divertido que estar obsesionada por lo que veía en el espejo.
Al comienzo del siguiente año escolar, alguien que me conocía pasó a mi lado en el pasillo y no me reconoció. Tal vez fue porque me había crecido el cabello. Quizás porque había aprendido más acerca del fulgor que todos reflejamos de Dios, y que estaba brillando con más claridad.
En Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy, de hecho, incluye una “receta para la belleza”. Este pasaje, junto con esa estrofa del himno que mencioné, cuelga del marco de mi espejo: “La receta para la belleza es tener menos ilusión y más Alma, retirarse de la creencia de dolor o placer en el cuerpo a la inmutable calma y gloriosa libertad de la armonía espiritual” (págs. 247-248).
Me gusta la idea de que la belleza proviene de tener más “Alma”, no de cierto corte de pelo, de una piel perfecta o de un tipo de cuerpo en particular. En la Ciencia Cristiana, Alma es un sinónimo de Dios. Para mí, tener más Alma significa esforzarse por alcanzar una comprensión más profunda de Dios y vivir más plenamente el entendimiento de que, por ser Su creación, reflejamos todo lo hermoso, bueno y digno que es Dios. Esta belleza verdadera no puede perderse o cambiar, y ni uno solo de nosotros puede estar sin ella.
Apartarnos de la atracción de enfocarnos constantemente en nuestra apariencia no siempre es fácil. Pero puedes empezar de a poco: pasa unos minutos menos cada día mirándote en el espejo. Toma esos pocos minutos para pensar en Dios y en ti como Su imagen. Un versículo de la Biblia dice: “Todos nosotros, a quienes nos ha sido quitado el velo, podemos ver y reflejar la gloria del Señor” (2 Corintios 3:18, Nueva Traducción Viviente). Este versículo es como una metáfora de esta nueva forma de vernos a nosotros mismos: como la semejanza hermosa de Dios.
Por ser la imagen de Dios, todos tenemos más belleza que descubrir acerca de nosotros mismos de lo que podamos imaginar. Vivir “vidas santas” plenas de la comprensión del Alma nos capacita para percibir cada vez más esa belleza en nosotros mismos y en los demás. Y cuando surgen esos “malos momentos”, podemos poner en práctica “acciones abnegadas” al apartar la mirada del espejo en la pared hacia el “espejo” del Espíritu que nos muestra lo que somos a los ojos de Dios. Entonces descubrimos que la verdadera belleza es la realidad para cada uno de nosotros, y que nada puede ocultarla.
