Había comenzado a darme cuenta de que muchas de mis amigas de la escuela se sentían infelices con sus cuerpos y se criticaban mucho a sí mismas. Hasta las jóvenes que para mí eran increíblemente hermosas, no se veían de esa forma, y eso me hacía pensar que entonces no había ninguna posibilidad de que yo fuera hermosa. Empecé a pasar muchísimo tiempo mirando diversos medios sociales y comparándome con las mujeres que aparecían en las fotos y anuncios que veía. Mi autoestima se vino abajo, y me sentía constantemente infeliz con mi aspecto físico.
No importaba lo que hiciera —la ropa que usara, el maquillaje que me pusiera—luchaba con la apariencia de mi cuerpo. Siempre que me miraba al espejo, hacía una lista de todas las cosas que quería cambiar.
Finalmente, llegué a sentirme tan harta de tener esos sentimientos, que decidí llamar a un practicista de la Ciencia Cristiana para pedirle ayuda. Yo sabía que tenía que tener una opinión diferente de mí misma, una perspectiva espiritual, que me mostrara mi valía y mi belleza como hija de Dios.
Una de las primeras cosas que el practicista compartió conmigo fue este pasaje de la Biblia: “Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos” (Mateo 6:28, 29). Esto realmente me confortó porque me ayudó a recordar que Dios diseñó todo respecto a mí, y si nuestro Padre-Madre creó cosas tan hermosas como los lirios, entonces yo no podía ser nada menos que hermosa.
Oré mucho para aferrarme a esta idea, y me sentí muy amada y reconfortada al pensar en esto todos los días. Cuando me venían sugestiones de que yo no era atractiva o no podía estar contenta con la forma como me veía, las corregía instantáneamente con la verdad: que toda idea de Dios es hermosa. Invertía todo pensamiento negativo sobre mí misma y otros, recordando que, como los lirios, no necesitamos trabajar para ser hermosos. Es naturalmente lo que somos como expresión de Dios, el Alma y el Amor divinos.
En lugar de centrarme en las características físicas de alguien, empecé a buscar las cualidades de Dios que ellos expresaban, cualidades tales como amor, paciencia e inteligencia. También pensaba en las cualidades de Dios que yo podía expresar cada día, en vez de centrarme en mi apariencia. En lugar de medir la belleza basándome en la forma o tamaño del cuerpo, u otras características físicas, reconocí que la belleza es una cualidad infinita del Alma que todos reflejamos.
Con el tiempo, el pensamiento afectuoso que había estado cultivando acerca de mí misma y de los demás, se transformó en algo natural y constante, y reconocí que mi verdadera belleza, y la de todos, es realmente una cualidad espiritual, así que debe estar siempre presente. Ahora comprendo que tengo mucho más para dar al mundo que cierta apariencia física. Las cualidades de Dios que expreso son más radiantes y hermosas que cualquier ropa que pudiera lucir o maquillaje que me pudiera poner.
