Había comenzado a darme cuenta de que muchas de mis amigas de la escuela se sentían infelices con sus cuerpos y se criticaban mucho a sí mismas. Hasta las jóvenes que para mí eran increíblemente hermosas, no se veían de esa forma, y eso me hacía pensar que entonces no había ninguna posibilidad de que yo fuera hermosa. Empecé a pasar muchísimo tiempo mirando diversos medios sociales y comparándome con las mujeres que aparecían en las fotos y anuncios que veía. Mi autoestima se vino abajo, y me sentía constantemente infeliz con mi aspecto físico.
No importaba lo que hiciera —la ropa que usara, el maquillaje que me pusiera—luchaba con la apariencia de mi cuerpo. Siempre que me miraba al espejo, hacía una lista de todas las cosas que quería cambiar.
Finalmente, llegué a sentirme tan harta de tener esos sentimientos, que decidí llamar a un practicista de la Ciencia Cristiana para pedirle ayuda. Yo sabía que tenía que tener una opinión diferente de mí misma, una perspectiva espiritual, que me mostrara mi valía y mi belleza como hija de Dios.
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