Es esa época del año en la que se escucha con frecuencia la cantinela de que todos ya están “agotados”. Están listos para un nuevo comienzo, para dar vuelta la página.
“Estoy cansada de todos y de todo”, decía una publicación en las redes sociales. “Que llegue el año nuevo”.
Esto plantea una pregunta que invita a la reflexión. ¿Qué nos hace nuevos? ¿La inexorable marcha del tiempo? ¿Nuestros esfuerzos por reinventarnos cuando el calendario nos lo dice?
Un himno del Himnario de la Ciencia Cristiana cambia el guion cuando dice: “Vida que todo renovó” (Samuel Longfellow, N.° 218), indicando que la incesante Vida divina —un nombre bíblico para Dios— es el poder renovador siempre presente. El mismo restaura, regenera y aporta frescura a nuestras vidas, cualquiera sea la temporada.
Cristo Jesús demostró, más que nadie, este poder de Dios, la Vida, para renovar y redimir. En su presencia, aquellos que habían hecho el mal descubrieron que podían hacerlo de manera diferente, y sentir la purificadora y restauradora sensación de ser perdonados. Aquellos cuyos cuerpos estaban quebrados o enfermos encontraron curación y una liberación que confirmaba la vida.
No obstante, aún más fundamental que las curaciones fue la visión completamente nueva de la Vida que Jesús reveló a la humanidad. Lo llamó el reino de los cielos, y dondequiera que iba, saludaba a la gente con la noticia de que este reino ya está aquí, “cerca” (Mateo 4:17, NTV). Basta pensar en la esperanza, el gozoso sentimiento de novedad, que debe de haber surgido en el corazón de sus oyentes cuando escucharon estas palabras. La espera había terminado. ¡El cielo estaba aquí! Incluso el más mínimo reconocimiento de esta realidad espiritual debe de haber puesto sus vidas en una nueva trayectoria. Dios ya no estaba lejos ni era abstracto, sino que era el Amor viviente mismo que podían experimentar hoy.
Y también lo es para nosotros. Se nos promete que “su reino no tendrá fin”, como le dice el ángel a María, la madre de Jesús (Lucas 1:33). Si bien puede parecer que nuestras vidas están envueltas en líneas de tiempo, limitaciones y todas las demás trampas y adornos de la mortalidad, lo contrario es cierto. La Vida divina es en realidad nuestra vida. Estamos en ella y somos de ella. No somos mortales destinados a un apogeo temprano y luego a un declive inevitable, sino a la propia expresión de la Vida, totalmente espiritual y, por lo tanto, perpetuamente nueva. Es el Cristo quien nos hace evidente esto y nos obliga a vivir más plenamente desde esta base.
La Descubridora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy, identificó al Cristo no como el hombre Jesús, sino como “su naturaleza divina, la santidad que lo animaba” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 26). Este poder animador de la Vida está igualmente presente ahora, y activamente hace que este reino celestial sea evidente para nosotros. Y debido a que este es el poder de Dios, no algo autogenerado, podemos confiar en él para que nos bendiga continuamente con un sentido renovado de las cosas, a veces incluso antes de que lo pidamos.
Eso me ocurrió a mí en diciembre pasado cuando me sentía agobiada y agotada durante las últimas semanas grises del año. Una tarde, salí a hacer mandados y me sentí impulsada a tomarme un momento para hacerle un favor a un extraño. Honestamente, no parecía gran cosa, pero con ese acto sentí lo que solo puedo describir como una oleada de renovación que se elevó y me embargó. Atrás quedaron los desganos de fin de año. Me sentí completamente restaurada, y ese sentimiento me acompañó hasta el Año Nuevo.
¿Qué pasó? Creo que la Sra. Eddy lo explicó mejor cuando escribió: “... pues Vida es sólo Amor” (Escritos Misceláneos, pág. 388). Como experimenté ese día, una de las formas en que la Vida nos hace nuevos es a través del amor, no solo al sentir la presencia del Amor divino, sino también al vivir el amor nosotros mismos.
¿Podemos pensar en algo más valioso —o más transformador— para el mundo? ¿Saber que no solo residimos en el reino de Dios ahora, sino que podemos vivir y amar de la manera en que lo hacen los ciudadanos de este reino? Es este amor profundamente cristiano el que trae esperanza a los fatigados del mundo, curación a los de corazón apesadumbrado y la promesa de progreso a los temerosos y desanimados que se preguntan si hay acaso un camino a seguir.
Resulta que la renovación está garantizada. ¿Y no es eso lo que todos queremos, saber que podemos ser nuevos no solo una vez al año, sino incluso momento a momento? Nuestras oraciones pueden asegurarnos que, por ser en realidad la expresión de la Vida —la semejanza espiritual de Dios— la renovación es innata en nuestras vidas, porque es la Vida misma la que nos hace nuevos, a todos y a todas las cosas, cualquiera sea la necesidad o la temporada. Podemos contar con ello.
Jenny Sawyer, Redactora, Contenido general y para jóvenes
