Cuando estaba en el bachillerato, tenía que esperar todo el año para que comenzara la temporada de fútbol. En California, jugamos fútbol en el invierno porque no hay nieve ni un clima muy frío que nos impida salir a la cancha. Es siempre muy divertido estar afuera con mis amigos, fortaleciendo nuestra amistad haciendo algo que nos gusta tanto, como es competir.
Sin embargo, el año pasado, cuando comenzó nuestra temporada en la escuela, nuestro equipo no andaba bien. El año anterior habíamos sido los favoritos para ganar la liga, pero al empezar esta nueva temporada, ni siquiera nos consideraban contendientes. Durante esos meses, mi equipo superó muchos obstáculos, no obstante, algo faltaba todavía. Los dos delanteros del equipo —otro jugador y yo— estábamos jugando bien y creando muchas oportunidades para otros jugadores. Pero no lográbamos meter un gol.
Al principio, no pareció muy importante, pero a medida que avanzaba el tiempo, esto empezó a provocar serios problemas en el equipo. Otros jugadores estaban enojados, pero nosotros estábamos más enojados con nosotros mismos. Los dos nos volvimos muy críticos y comenzamos a condenarnos a nosotros mismos, y eso nos distraía y no nos permitía jugar bien. Parecía como que cada vez que perdíamos una oportunidad durante el juego, nos condenábamos a nosotros mismos. Esto hacía que fuera casi imposible anotar cuando se presentaba la siguiente oportunidad, atrapándonos en un ciclo de acusaciones personales y desdicha.
El hecho de acusarnos a nosotros mismos empeoró hasta que un día, decidí hablar sobre eso con mi maestro de la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana. En el pasado, yo siempre le había dicho cuánto disfrutaba jugar al fútbol y jugar con mis amigos. Así que cuando le conté que me irritaba mucho en el campo de juego, me recordó cuánto amaba yo ese deporte. Me explicó que no jugaba en la cancha de fútbol por mi equipo o para tratar de destruir al otro equipo; se trataba de que los dos equipos expresaran a Dios. Aquella semana mis “deberes” de la Escuela Dominical consistieron en buscar todas las cualidades espirituales que mis compañeros y yo expresáramos durante nuestro próximo juego, y que debía saber que Dios era la fuente de esas cualidades.
Durante el siguiente partido, nada pareció haber cambiado. El espíritu de equipo no era bueno. Sin embargo, una vez que comenzó el juego, empecé a hacer lo que mi maestro me había sugerido. Cuando uno de los jugadores pateó la pelota realmente lejos, inmediatamente pensé que eso era una expresión de la fuerza de Dios. Reconocí el juego de otros como la inteligencia de la Mente en acción. Podía percibir el Amor divino expresado en la comunicación clara y alentadora que había entre los jugadores. A medida que hice esto, toda mi perspectiva cambió: acerca de mí mismo, de mi equipo e incluso de los jugadores del otro equipo. Empecé a sentirme mucho mejor cuando jugaba, y también noté un cambio en la forma en que mis compañeros jugaban.
Durante los siguientes juegos, nuestro equipo no solo tuvo un cambio completo de actitud, sino que también empezamos a jugar mucho mejor. El otro delantero y yo podíamos continuar jugando más rápido si cometíamos un error o perdíamos una oportunidad, y empezar a expresar alegría por el juego y por poder jugar. Mi forma de jugar comenzó a estar menos centrada en mí, y mucho más en Dios.
Al final de la temporada, todos los jugadores del equipo estaban contentos con la forma que habíamos terminado, fue incluso mucho mejor de lo que la mayoría de la gente de la liga había esperado que hiciéramos. Pero para mí lo más importante fue comprender que concentrarse en los errores no te ayuda a progresar, pero centrarse en expresar a Dios, sí lo hace.
