En las más recientes épocas navideñas, mis momentos favoritos han ocurrido en las primeras horas de la mañana del día de Navidad. En la silenciosa quietud, acompañada solo por las centelleantes luces del árbol, es fácil sentir el poder del espíritu del Cristo que es la esencia de la santidad de esta celebración. Siento la “quietud” y el “silencio elocuente” que definen mis pensamientos (véase Mary Baker Eddy, La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, pág. 262).
Pero ¿qué pasa en otras ocasiones, como cuando tenemos una enorme lista de tareas pendientes, demasiadas cuentas que pagar, cuando estamos en medio de una reunión familiar conflictiva o lidiando con gran cantidad de desafíos de la vida durante una pandemia?
Incluso en esos momentos, el Cristo, la influencia divina en la consciencia humana, está presente para traernos la quietud espiritual que nos rescata. La Biblia expresa claramente esta quietud en lo relativo a conocer a Dios. En Salmos dice: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios” (46:10).
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