En las más recientes épocas navideñas, mis momentos favoritos han ocurrido en las primeras horas de la mañana del día de Navidad. En la silenciosa quietud, acompañada solo por las centelleantes luces del árbol, es fácil sentir el poder del espíritu del Cristo que es la esencia de la santidad de esta celebración. Siento la “quietud” y el “silencio elocuente” que definen mis pensamientos (véase Mary Baker Eddy, La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, pág. 262).
Pero ¿qué pasa en otras ocasiones, como cuando tenemos una enorme lista de tareas pendientes, demasiadas cuentas que pagar, cuando estamos en medio de una reunión familiar conflictiva o lidiando con gran cantidad de desafíos de la vida durante una pandemia?
Incluso en esos momentos, el Cristo, la influencia divina en la consciencia humana, está presente para traernos la quietud espiritual que nos rescata. La Biblia expresa claramente esta quietud en lo relativo a conocer a Dios. En Salmos dice: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios” (46:10).
Entonces, ¿cómo “conocemos a Dios”? Los escritos de Mary Baker Eddy explican que “el Espíritu, Dios, es oído cuando los sentidos están en silencio” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 89). Y también que podemos “comprender la presencia, el poder y el amor de Dios” (La unidad del bien, pág. 2). Comprender es tener plena consciencia de algo. Estar totalmente consciente de Dios es sintonizar con la presencia divina que está más allá de los sentidos.
Esto no requiere necesariamente detener nuestra actividad, sino que ocurre al dejar que el Cristo tranquilice nuestra agitación mental. Entonces, podemos encontrar una calma y paz profundamente establecidas, aun en medio del montón de cosas que están ocurriendo. Cuanto más se acalla la perspectiva humana y mortal de la vida, tanto más se ve la totalidad de la vida en el Espíritu, llena de belleza y alegría.
En el Nuevo Testamento solo hay unos pocos registros de Dios hablándole a Jesús. Uno tiene lugar poco después de ser bautizado por Juan. Sin embargo, es claro que el Padre y el Hijo estaban en constante comunicación, en silencio, como cuando Jesús fue al monte a orar. Esta conversación privada, mediante el espíritu del Cristo, sintonizaba a Jesús con la presencia de Dios. La serenidad que tenía provenía de su consciencia e inseparabilidad de la presencia y el poder sanador de Dios. Dicha quietud mental es un acontecimiento natural para nosotros como Sus hijos.
Al cultivar el conocimiento de que la presencia de Dios está siempre con nosotros, sentimos una quietud espiritual. Al reconocer que la bondad y la paz de Dios operan en nuestra vida, podemos actuar desde el punto de vista de la quietud, en lugar de sentirnos arrastrados por las preocupaciones o las demandas.
Sin importar cuán turbulentas puedan ser las cosas, hay una quietud dentro de nosotros que nos conecta con esta presencia divina. Al tomar consciencia de la totalidad de Dios, llegamos a comprender que la calma que buscamos no es un refugio lejano; es en verdad la realidad del ser dentro de nosotros mismos, infinita y universal.
Todo lo que hacemos y planificamos, arreglamos y resolvemos nos haría pensar que necesitamos confiar en una mente humana siempre activa y extremadamente organizada. Pero, como explicó Eddy: “La mejor clase espiritual del método de acuerdo con el Cristo para elevar el pensamiento humano e impartir la Verdad divina, es poder estacionario, quietud y fuerza; y cuando hacemos nuestro este ideal espiritual, viene a ser el modelo para la acción humana” (Retrospección e introspección, pág. 93).
La quietud como modelo para la acción humana es una idea revolucionaria. Y trae curación. Hace años, justo antes de Navidad, de pronto sentí un dolor tan intenso en el cuello y los hombros que me vi obligada a detener todo y quedarme completamente quieta. Durante varios años, había tenido algunos episodios de tensión y lo que parecía ser nervios pinzados, sin embargo, esto era diferente a cualquiera de las cosas que había experimentado antes. En las anteriores situaciones, había orado y obtenido alivio temporal. Pero ese día, ansiaba liberarme de manera permanente y sentir una paz más profunda.
Puede que requiera algo de esfuerzo quedarse mentalmente quieto, encontrar el “poder estacionario”, cuando nos sentimos personalmente responsables de tantas cosas: necesidades familiares, trabajo o incluso las celebraciones de las fiestas navideñas. Sin embargo, cada uno de nosotros es capaz de hacerlo, y Dios por ser el Amor divino nos pastorea a cada paso del camino. Renunciar al perfeccionismo, el control, la preocupación y la ansiedad es seguir este pastoreo con gracia y humildad. Eddy escribió acerca de Dios: “La Mente demuestra omnipresencia y omnipotencia, pero la Mente gira sobre un eje espiritual, y su poder se despliega, y su presencia se siente en quietud eterna y Amor inamovible” (Retrospección e introspección, págs. 88–89).
Cuando acepté esta quietud eterna, la intensidad de la sensación de carga y el estrés se desvanecieron; así como la tensión y el dolor. Esa fue la última vez que mi cuello y mis hombros se agarrotaron.
Cuando el Cristo llena la consciencia, nos lleva a tener una conversación silenciosa con Dios. La esencia de la quietud espiritual se siente durante esta comunicación, no solo en los buenos momentos, sino también en los más difíciles. Cada vez que honramos esta unidad espiritual con Dios, por medio del Cristo, como Jesús vino a mostrarnos, encontramos continua quietud en nuestro corazón. Este es el obsequio sanador que no depende de las circunstancias externas, sino que puede sentirse dentro de uno mismo, al instante. Y tal vez, especialmente, en las primeras horas de la mañana del día de Navidad.
Larissa Snorek
Redactora Adjunta