La nota decía: “No espero que me devuelvas el favor, simplemente quería decirte que te he estado observando durante dos años, y creo que me gustas”.
Yo realmente no conocía al chico que me había mandado la nota, pero aproveché la oportunidad para salir con él, pensando que finalmente había encontrado a mi “príncipe azul”. Sentía que él era lo que yo había estado buscando todo el bachillerato; un muchacho que sería todo para mí, como siempre había visto en las películas. Había salido con otros chicos antes, pero ninguno había resultado ser la persona perfecta que me comprendía por completo y en quien podía apoyarme totalmente.
Pensé que llegaría a conocerlo si salíamos juntos, y todo comenzó al principio lentamente. Después todos se enteraron de nuestra relación, y yo hasta pensaba que lo amaba. Pero en el transcurso del año, no me gustó el cambio que se estaba produciendo en él.
Aun así, yo lo ignoraba; me decía a mí misma que él realmente no era así, o que cuando hacía esas cosas simplemente fingía.
“No te respeta”, me decían mis amigos.
“Está controlando tu vida”.
Incluso dijeron: “Da algo de miedo”.
Sin embargo, también desoí lo que decían mis amigos, y me negué a pensar en ninguna otra cosa excepto en que finalmente había encontrado a mi “príncipe azul”.
Cuando terminó el año escolar, él dijo algunas cosas realmente hirientes, y otras que me hicieron sentir incómoda. Pero una vez más ignoré todo eso y simplemente confié en que durante el verano cada uno iría por su lado, y que estaríamos bien cuando se reanudaran las clases.
Yo no tenía mi teléfono en el campamento ni cuando me fui en el viaje de servicio comunitario a Perú ese verano, así que no debía preocuparme de los mensajes de texto que él me pudiera enviar. No obstante, al estar apartada de la relación, me resultaba difícil ignorar que las cosas que él había hecho no eran correctas.
Una de las primeras noches en Perú, realizamos una actividad en la que tuvimos que escribir algo con lo que estuviéramos lidiando. Yo me referí al problema que estaba teniendo en mi relación con él. Esta vez, cuando uno de mis amigos me dijo: “Tú no mereces esto”, fue como despertar un poco y realmente comencé a creerlo. Más tarde en la semana, durante la clase de la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, leímos un pasaje de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy que tenía una frase en particular que realmente me impactó. Se refiere a “no recurrir a ninguna otra sino a la única Mente perfecta” en busca de guía (pág. 467).
Debido a que asisto a la Escuela Dominical, yo sabía que la “única Mente perfecta” es Dios, y me di cuenta de que había estado haciendo exactamente lo contrario de lo que sugiere esa frase. En lugar de estar guiada por Dios y escuchar Sus pensamientos, que son siempre sabios y llenos de amor, había recurrido a cualquier otra fuente. Había estado escuchando mis propios temores, deseos y opiniones, así como lo que mi novio decía, e ignorando todo aquello que no estaba de acuerdo con lo que yo pensaba que quería.
Sabía, por otras experiencias que había tenido, que Dios es realmente fiable y que puedo confiar en Él. Así que a partir de ese momento supe que debía cambiar mi enfoque respecto a la relación y comenzar a escuchar a “la única Mente perfecta” en lugar de ser influenciada por mis propias emociones o por lo que los demás me estaban diciendo.
Debo admitir que esto fue mucho más fácil decírmelo a mí misma que ponerlo en práctica. Podía ver que era importante escuchar solo a Dios, pero tenía que comenzar a hacerlo. Así que cada día lo intentaba de pequeñas formas. No siempre era fácil, pero a medida que continuaba aferrándome a esta idea el resto del verano, me di cuenta de que podía aplicarlo a otros aspectos de mi vida y sentir más confianza acerca de escuchar la guía divina.
Cuando se acercaba el fin del verano, escuché la voz clara y apacible que había llegado a reconocer como la manera sencilla en que Dios me decía: Tú sabes lo que debes hacer. Y con ese pensamiento de “la única Mente perfecta”, hice una de las llamadas telefónicas más pacíficas que haya hecho en mi vida y terminé la relación.
Aunque después de eso ya no tenía un novio que me sirviera de apoyo, aprendí que puedo apoyarme totalmente en Dios. Ahora sé que puedo siempre confiar en Él para que me guíe.
