Era una mañana hermosa y soleada cuando fui a desayunar con unos amigos a un restaurante en un pueblo vecino.
Poco después de llegar al lugar, la conversación derivó hacia la política. Al poco rato, mis amigos y yo estábamos envueltos en una acalorada discusión. Algunos de ellos comenzaron a gritar y a usar un lenguaje ofensivo para dar a entender su punto de vista; y expresaron muy poca tolerancia hacia otras opiniones. Aunque eran personas que conocía y con las que había trabajado durante muchos años, y sabía que eran sinceras, su agresividad me desconcertó. De hecho, estaba tan avergonzado por el tono de la conversación que consideré levantarme e irme.
Las discusiones sobre la política actualmente pueden ser muy duras, por decir lo menos. En algunos casos, han provocado violencia entre quienes tienen opiniones diferentes sobre una variedad de temas, incluida la forma en que ciertas decisiones del gobierno afectarán a las personas social o económicamente. Con demasiada frecuencia, tendemos a optar por un lado en particular de un debate y después nos sentimos frustrados o decepcionados cuando el otro lado gana.
Allí mismo, durante ese desayuno, comencé a pensar más profundamente en esta atmósfera de división y en lo que podía hacer con el fin de ayudar a sanarla, especialmente como Científico Cristiano. Hubiera sido inadecuado tratar de moderar la acalorada discusión de esa mañana con palabras. Para mí, la situación ilustraba claramente que la complejidad de varios temas a menudo enciende las emociones y crea sentimientos de impotencia. Me di cuenta de que el problema subyacente es la creencia de que en los asuntos humanos hay en juego muchas mentes y poderes opuestos, con posiciones aparentemente irreconciliables.
Sin embargo, la Ciencia Cristiana desafía esta creencia sobre la base de que hay un Dios, una Mente, y que el hombre es la expresión espiritual de esta Mente infinita única, el verdadero gobernador de todo. De mi estudio de la Ciencia Cristiana he aprendido que cuando hay un conflicto, la senda hacia la reconciliación comienza al establecer nuestra unión con Dios, lo que nos ayuda a encontrar un sentido de unidad de unos con otros en la comprensión de que todos los hijos de Dios reflejan la Mente divina, el origen de toda verdad y de toda idea correcta. En esta Mente no hay desunión —no hay lugar para las facciones—, ya que todo es la Mente y la expresión armoniosa de la Mente: los hijos e hijas de Dios.
Comencé a pensar más profundamente en esta atmósfera de división y en lo que podía hacer a fin de ayudar a sanarla.
Mis oraciones, que comenzaron durante esa acalorada conversación durante el desayuno, se ampliaron para incluir la atmósfera política tan prevaleciente hoy en día. Por todo lo que leemos, escuchamos y vemos, pareciera como si algunos grupos o facciones dentro de la sociedad quisieran alimentar el conflicto y el odio, independientemente del problema. Sin embargo, la Biblia enseña que “Dios es amor” (1 Juan 4:8), y que debemos amarnos “unos a otros”, como dijo Cristo Jesús (Juan 13:34). Por medio de la Ciencia Cristiana, he aprendido que es natural amar porque el hijo de Dios es tanto el objeto como la expresión de Su amor. Nuestra verdadera naturaleza es amorosa y se expresa en paciencia, respeto, bondad y todas las cualidades del Amor divino e infinito que incluimos como hijos de Dios.
Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, escribió en su libro Escritos Misceláneos 1883–1896: “…el Amor es el Principio de la unidad, la base de todo buen pensamiento y toda buena obra; cumple con la ley. Somos de un mismo parecer, y conocemos como somos conocidos, reciprocamos la bondad y obramos sabiamente en la medida en que amamos” (pág. 117).
La hostilidad y el odio no pueden existir dentro de una atmósfera donde se expresa el Amor divino, ya que el Amor es todopoderoso, del todo amoroso, siempre presente y no tiene opuestos. Cuando comprendemos esto, la creencia de que el odio puede extinguir el amor tiene tanto sentido como pensar que la oscuridad puede impedir que aparezca la luz del día. ¡Simplemente no es posible!
Poco después de ese desayuno con mis amigos, me dieron un ejemplar del libro Un siglo de curación en la Ciencia Cristiana, que se publicó en 1966, cien años después del descubrimiento de la Ciencia Cristiana. Mientras hojeaba el último capítulo, mi mirada se posó en el siguiente párrafo bajo el subtítulo “La curación de las naciones”: “Ya sea que un Científico Cristiano participe en las batallas sociales de nuestros tiempos como liberal o conservador, como luchador o reconciliador, como partidista o independiente, como soldado raso o general, su propósito final es el de sanar. No obstante, la mayoría de los Científicos Cristianos probablemente estarían de acuerdo en que hasta ahora solo una pequeña fracción del poder dinámico de la curación en su religión ha sido utilizado, en relación con los urgentes problemas colectivos que enfrentan al mundo” (pág. 251). ¡Qué llamado a la acción para empeñarnos en una oración más persistente y constante por la humanidad!
El siguiente párrafo de ese capítulo comienza con una declaración que podría haberse escrito hoy: “Toda la raza humana clama a voces por la curación de su tendencia a la división”. Luego sugiere que el remedio es comprender lo que indica una línea de un poema de la Sra. Eddy: “El amor tiene una raza, un reino, un poder” (Poems, p. 22).
Agradecí mucho por haber encontrado este fragmento y recordar que el Amor divino es el poder que gobierna y unifica el universo.
La última vez que me encontré con el mismo grupo de amigos para desayunar, tuvimos una gran conversación. Seguimos reuniéndonos con bastante regularidad y, en las ocasiones en que la conversación gira en torno a la política, hablamos de una manera mucho más civilizada.
Estoy agradecido por haber tenido esta experiencia, porque me impulsó a orar con más diligencia sobre temas como este, que necesitan con urgencia nuestras oraciones individuales y colectivas.
