Es mediados de enero. O principios de junio. O finales de octubre. No hay festividades estacionales. Nadie está rebosante de expectativa de ver los regalos bellamente envueltos resplandeciendo debajo de un árbol de Navidad.
Pero ¿podría ser, no obstante, Navidad?
Por supuesto.
“La Navidad no es una temporada. Es un sentimiento”, escribió la novelista Edna Ferber. Y el 30º presidente de los Estados Unidos, Calvin Coolidge, identificó además la Navidad como “un estado mental”, el cual describió de esta manera: “Apreciar la paz y la buena voluntad, ser grande en misericordia, es poseer el verdadero espíritu de la Navidad”.
Eso, ciertamente, se hace eco de la descripción angelical original de la llegada del niño de Belén, trayendo a “la tierra paz, buena voluntad para con los hombres” (Lucas 2:14).
Sin embargo, el pasaje de la Biblia contiene algo más. El texto completo dice: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!”. De modo que el nacimiento de Cristo Jesús no sólo anunció que el efecto sería el amor fraternal. Prometió la comprensión más gloriosa de la fuente divina de dichas consecuencias profundamente deseables a través de la vida, la misión sanadora y las palabras de Jesús. Su legado fue la articulación y demostración de la idea más elevada de la naturaleza de Dios: la predicación y prueba de la omnipresencia y omnipotencia espirituales de la Deidad. Jesús fue el ejemplo viviente del Cristo, la idea espiritual de Dios, que revela en nosotros la paz y la buena voluntad que resultan en curación.
Esta relación entre la comprensión de la naturaleza de Dios y la expresión de la naturaleza divina en bondad y amor se destaca en los dos “grandes mandamientos” que Jesús describió como el resumen de una vida cristiana: un amor incondicional a Dios que conduce a un amor sincero a los hijos de Dios (es decir, a todos nuestros semejantes). Cada uno de nosotros ya tiene una conexión celestial (armoniosa) con toda la humanidad en el Espíritu, Dios, por ser hijos de Dios, pero esta interrelación espiritual necesita expresarse mejor de corazón a corazón, “como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10). Estar conscientes de nuestra compartida Fuente divina, y sentir y actuar conforme a un espíritu imparcial y universal de hermandad, es el regalo más grande que podamos dar a los demás.
Ni el consumismo, ni nada basado en la materia, puede entregar dicho regalo. Está compuesto de pensamientos divinamente inspirados, oración y palabras que dan testimonio del valor infinito de cada uno de nuestros semejantes como descendientes de Dios. Esta es una identificación correcta de la identidad real de todos que es la esencia de la historia de la Navidad. El nacimiento virginal de Jesús ilustró que no nacemos en pecado, como la teología rigurosa o los pensamientos severamente autocríticos podrían decirnos. Una voz acusadora interna o externa no representa con precisión la verdad que Jesús nos mostró: que nacemos del Espíritu, Dios, como los hijos amados, amorosos y alegres de Dios.
Los pensamientos que nos llegan a través del Cristo reconocen esta identidad. El Cristo expresa que la Mente divina nos conoce como inocentes eternos y espirituales; las ideas del todo buenas de la Mente. Cada vislumbre de esto promueve la curación de la enfermedad y la libertad de luchar con los hábitos que nosotros mismos nos imponemos.
De esta manera, como hizo Jesús por aquellos que sanó, el Cristo nos trae una percepción nueva y verdadera de lo que realmente somos, reorientando nuestras vidas en direcciones más felices, saludables y santas. La Navidad celebra la venida del Cristo para dirigir la consciencia individual y universal hacia la naturaleza inmutable del Espíritu divino, Dios, que se nos muestra en la vida de Jesús.
Eso no quiere decir que Jesús sea Dios. Pero por ser el Hijo de Dios, quien él dijo ser, ejemplificó más vívidamente la realidad incesante e ilimitada del Espíritu, y la insustancialidad de la materia, opuesta al Espíritu. Así como una expresión facial coincide con nuestro estado de ánimo interior y lo manifiesta, así toda la vida de Jesús expresó su unidad consciente con Dios como Vida, Verdad y Amor divinos; como el Espíritu, el Alma, la Mente y el Principio infinitos.
Estos sinónimos de la Deidad se destacan en varios lugares en el libro principal de Mary Baker Eddy sobre la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras. Ofrecen una visión inspirada e inspiradora acerca de nuestro creador. Cuando se comprenden de maneras nuevas, cada una de estas ideas de la naturaleza divina es un alegre rayo de luz espiritual que atraviesa las turbias nubes del materialismo que puede que parezcan predominar en Navidad y en tantas otras ocasiones. De hecho, apuntan a algo más que a una Navidad en cualquier época del año. Indican una Navidad incesante, que es revelada cuando abandonamos nuestros pensamientos impregnados de materia y sus teorías.
En un artículo del periódico New York World, para el que fue invitada a escribir, la Sra. Eddy identifica esta Navidad interminable: “En la Ciencia Cristiana, la Navidad representa lo real, lo absoluto y eterno, las cosas del Espíritu, no de la materia” (Mary Baker Eddy, La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, pág. 260).
El mismo artículo expone: “Una Navidad eterna haría de la materia un extraño, excepto como fenómeno, y la materia se retiraría con reverencia ante la Mente”. Se podría decir que el “estado mental” navideño más elevado es la consciencia en la que esto ocurre; donde la aparente sustancialidad de la materia pierde su capacidad de impresionarnos, a medida que el Cristo saca a la luz la totalidad de la Mente y nuestra unidad innata con la Mente como su expresión espiritual. Cuando nuestra individualidad verdadera y espiritual se ilumina de esta manera, las discordias asociadas con la falsa convicción de que somos materiales se desvanecen, incluido el temor a la enfermedad y el amor al pecado. Esta transformación produce la curación.
Como hijos de Dios, este verdadero espíritu de la Navidad, en el que la materia “es un extraño, excepto como fenómeno”, está para siempre dentro de nosotros. Sale a la luz en el corazón de todo aquel que anhele comprender a Dios y nuestra relación puramente espiritual con Él. Está al alcance de la mano; ya sea que estemos solos en casa o en medio de una festiva multitud, y en cualquier temporada.
Nada es tan satisfactorio como comprender esta “Navidad eterna” de la completa supremacía de la Mente sobre la materia. Nos permite sanarnos a nosotros mismos y a los demás, y arroja la luz espiritual necesaria sobre los problemas apremiantes del mundo en general. Como otra escritora, Helen Steiner Rice, dijo una vez: “La paz en la tierra vendrá para quedarse, / cuando vivamos la Navidad cada día”.
Esto es especialmente cierto cuando nuestra disposición para dar lugar a la Navidad eterna, en la que la materia enmudece ante la totalidad de la Mente, se convierte en un suceso diario en nuestras vidas.
TONY LOBL
Redactor Adjunto