Antes de que Jesús declarara que no era la carne, sino sólo el Espíritu divino lo que provee y mantiene la vida, las multitudes lo seguían. Él había hecho mucho bien al sanar y enseñar, pero incluso muchos de sus primeros estudiantes se sintieron desafiados por la demanda de Jesús de que debían asumir un compromiso más profundo con la espiritualidad, y su número pronto se redujo a tan solo unos pocos.
A partir de ahí, Jesús continuó dedicándose a estar en los asuntos de su Padre y sus enseñanzas nuevamente ganaron popularidad. Más tarde, cuando entró en Jerusalén, las multitudes hasta lo vitorearon y agitaron grandes hojas de palma. Sin embargo, en una semana, su popularidad se evaporó, y todos, incluida la mayoría de los discípulos que restaban, lo abandonaron tanto a él como a su misión.
La experiencia de Jesús hacia el final de esa semana durante la noche antes de su crucifixión es reveladora. Allí, en el jardín de Getsemaní, él claramente luchó. Sin embargo, no podría haber sido porque tuviera temor por su propia seguridad. Sabía muy bien cómo huir de aquellos que lo crucificarían. Anteriormente en su ministerio, cuando una multitud enojada había intentado arrojarlo de cabeza por un acantilado, había caminado tranquilamente por en medio de ellos y se había ido.
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