En una película, a menudo hay un punto de inflexión donde un aspirante a héroe lucha con el sentimiento de incompetencia. Luego, a través de cierta percepción, ese pensamiento cambia. El héroe se convence de que puede hacer lo que es necesario hacer, y el bien triunfa sobre el mal.
En la práctica de la Ciencia Cristiana, el bien triunfa sobre el mal sin el drama que acompaña a las heroicas acciones de Hollywood. No obstante, encontrar curación en la forma en que la Ciencia del Cristo enseña entraña un cambio en nuestra manera de pensar. No convenciéndonos de que “yo puedo hacer esto”, sino permitiendo que el Cristo —la verdadera idea de Dios que Jesús ejemplificó— nos muestre lo que Dios ya ha hecho. Es decir, aceptando la idea de que somos ese “varón y hembra” hechos permanentemente espirituales y completos a imagen de Dios, como dice la Biblia (véase Génesis 1:27). Refiriéndose a esto, el libro de texto sobre la curación de la Ciencia Cristiana dice: “Admitir para uno mismo que el hombre es la propia semejanza de Dios, libera al hombre para dominar la idea infinita” (Mary Baker Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 90).
Qué cosa tan asombrosa es ser liberados de la timidez para vernos a nosotros mismos como la semejanza de Dios, que es del todo bueno. Eso significa comprender que todo lo verdadero acerca de nosotros es bueno, y refleja la armonía, la pureza y la alegría de Dios.
Esto no significa ignorar las condiciones de la salud, el comportamiento personal o las emociones que sugieren lo contrario. Pero admitir para nosotros mismos esta asombrosa verdad de que somos la semejanza misma de Dios eleva el pensamiento de lo que es, o incluso parece, incorrecto en nuestras vidas para vislumbrar, y así comenzar a dominar, la idea infinita del hombre y el universo espirituales que exudan la bondad de Dios. A medida que lo hacemos, se producen cambios. Podría resultar en identificar y deshacerse de un temor arraigado, obtener una nueva perspectiva de nuestro propósito tan único o renunciar a algún rasgo de carácter malsano.
Cuando comprendemos plenamente en qué consiste la semejanza divina —tal como paz inquebrantable, alegría, sabiduría y salud— parecería una locura no admitir y, en consecuencia, probar lo que somos espiritualmente. Sin embargo, podemos sentir una gran resistencia a hacerlo.
Esta resistencia a lo que es bueno y verdadero se manifestó de manera más vívida e instructiva en la vida de Jesús, el Mostrador del camino de la humanidad. Incluso más que admitir lo que es real, él conocía su filiación inmortal y la de los demás, y como resultado las multitudes fueron sanadas de la enfermedad y el pecado. No obstante, fue sometido a una crucifixión totalmente injusta. Incluso frente a esa extrema oposición a su ministerio espiritual, se aferró a la semejanza divina del hombre, orando para que Dios perdonara a aquellos que lo crucificaron. Su resurrección fue el resultado, una prueba invalorable de que todo lo que resiste el bien finalmente debe ceder a la realidad de esa bondad divina.
En el caso de Jesús, la resistencia no estaba en el Salvador mismo. Pero incluso si parece como si la resistencia que enfrentamos fuera nuestro propio pensamiento siempre es una imposición mental, y debe ceder a medida que seguimos los pasos de Jesús y defendemos nuestra propia filiación divina y la de los demás en pensamiento, palabra y acción. Como dice otro de los escritos de la Sra. Eddy: “Las Escrituras requieren más que una simple admisión y débil aceptación de las verdades que presentan; requieren una fe viviente, que incorpore sus lecciones en nuestra vida de tal manera que estas verdades se conviertan en la fuerza propulsora de cada acto” (Escritos Misceláneos 1883-1896, págs. 196-197).
La realidad de que todos reflejamos a Dios no nos libera de las discordias en nuestra experiencia simplemente por ser verdad. Sin embargo, la disposición de admitir este hecho espiritual abre nuestro corazón al Cristo, que siempre está presente y activo en la consciencia humana. Al volvernos a Dios de esta manera, continuamos enfrentando historias antagónicas de quiénes somos: el mensaje claro y sustancial del Cristo acerca de nuestra realidad inmortal como creación de Dios, y la brumosa materialidad susurrando que somos mortales en la carne y gobernados por ella.
La pregunta que se nos presenta no es “¿Qué es verdadero?” porque nuestra identidad espiritual ha sido y siempre será nuestra realidad. La pregunta es si admitiremos esa verdad para nosotros mismos, no a través de la fuerza de voluntad o la forma de pensar positiva, sino cediendo al Cristo, que Ciencia y Salud define como “la divina manifestación de Dios, que viene a la carne para destruir el error encarnado” (pág. 583).
La destrucción a la manera del Cristo de cualquier cosa que no sea divina puede ocurrir en un momento, como se evidencia en las curaciones físicas registradas en los Evangelios. En otras ocasiones, el cambio viene a través de una serie de momentos decisivos, hasta que el argumento momentáneo de la discordia que hemos estado enfrentando finalmente cede a la verdad bíblica de que somos esa semejanza divina, que es como Dios siempre nos ha conocido.
Entonces, ¡admítelo! Debajo de todo eso —lo que sea ese “todo” que estés enfrentando actualmente— eres la preciada, necesaria y gloriosa semejanza de Dios, que es el Amor divino. Ya sea todo a la vez o paso a paso, esta admisión sagrada restaura la salud, purifica nuestros corazones y saca a la luz nuestro valor inherente, que el Amor nos ha otorgado.
Tony Lobl, Redactor Adjunto
