Uno de mis himnos favoritos de la Ciencia Cristiana comienza con estas reconfortantes palabras:
No teme cambios mi alma
si mora en santo Amor;
segura es tal confianza,
no hay cambios para Dios.
—Anna L. Waring, Himnario de la Ciencia Cristiana, N° 148
Recientemente, me llamó la atención cuán crucial es esta idea de inmutabilidad para el crecimiento espiritual y la existencia armoniosa.
¿Con cuánta frecuencia nos sorprendemos pensando que si tan solo algo cambiara —el clima, el comportamiento de otra persona, nuestra situación financiera, el ambiente político, nuestra salud, etc.—, todo estaría bien? Pero ¿lo estaría? Alrededor del setenta por ciento de los ganadores de la lotería terminan siendo insolventes en unos pocos años (véase George Loewenstein, “Five Myths about the Lottery”, Washington Post, December 27, 2019). Milenios de guerras, hambrunas, plagas y disturbios civiles dan testimonio del triste hecho de que los enfoques limitados y materiales para resolver los problemas de la humanidad no conducen a soluciones verdaderamente satisfactorias o duraderas.
Al filósofo griego Heráclito a menudo se le atribuye haber dicho: “El cambio es la única constante en la vida”, y de hecho el mundo a veces puede parecer un mar inquieto. Cada día podemos recurrir a las noticias para descubrir qué ha cambiado con respecto al día anterior: tendencias de moda, conflictos armados, consejos de salud, desastres naturales, escándalos corporativos. Sin embargo, aunque el cambio puede parecer incesante e ineludible, la sabiduría de la Biblia pinta una imagen muy diferente, asegurándonos la inmutabilidad y permanencia de Dios y Su creación, incluyendo a cada uno de nosotros. Por ejemplo, en Malaquías leemos: “Yo, el Señor, no cambio” (3:6, LBLA). Y el libro de Santiago dice: “Toda buena dádiva y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, con el cual no hay cambio ni sombra de variación” (1:17, LBLA).
En su libro de texto, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy, da “la declaración científica del ser”, una consumada declaración de la Verdad que disipa para siempre la noción de que cualquier cosa mutable o temporal puede venir del Espíritu, Dios, o ser parte de nuestra experiencia: “No hay vida, verdad, inteligencia, ni sustancia en la materia. Todo es la Mente infinita y su manifestación infinita, pues Dios es Todo-en-todo. El Espíritu es la Verdad inmortal; la materia es el error mortal. El Espíritu es lo real y eterno; la materia es lo irreal y temporal. El Espíritu es Dios, y el hombre es Su imagen y semejanza. Por lo tanto, el hombre no es material; él es espiritual” (pág. 468).
Hace años, me sorprendió descubrir que un submarino puede escapar del tumulto de una superficie oceánica tormentosa y encontrar relativa calma simplemente sumergiéndose más profundamente bajo las olas. Recuerdo este hecho con frecuencia cada vez que me siento sacudido por ondas mentales o emocionales —pensamientos frenéticos, frustrados, enojados, sin esperanza o temerosos— y me regocijo en la certeza de que más allá de estas sugestiones inquietantes y discordantes están la gran armonía y paz que caracterizan el universo de Dios, el verdadero reino de todos nosotros. Pero ¿cómo nos unimos a este estado pacífico en medio de las tempestades que parecen plagar la existencia diaria?
Afortunadamente, Cristo Jesús nos dejó su ejemplo. Cuando se enfrentó a una tormenta en el mar de Galilea, la confianza espiritual de Jesús le permitió ver más allá de la ilusión de la discordia hacia la inmutable realidad de la omnipresencia y el orden divino de Dios (véase Marcos 4:36-39). Eddy explica: “Jesús de Nazaret fue el hombre más científico que jamás pisó la tierra. Se sumergía bajo la superficie material de las cosas y encontraba la causa espiritual” (Ciencia y Salud, pág. 313). En otra parte dice: “Jesús anduvo sobre las olas, alimentó a las multitudes, sanó a los enfermos y resucitó a los muertos en directa oposición a las leyes materiales. Sus actos eran la demostración de la Ciencia, venciendo las falsas pretensiones del sentido o ley materiales” (Ciencia y Salud, pág. 273).
De la misma manera, nosotros también podemos sumergirnos bajo la fachada persuasiva de la ley material para buscar la realidad apacible, pura y divina de la ley espiritual; la verdad celestial desconocida para los sentidos físicos pero discernida por el sentido espiritual, que Eddy define como nuestra “capacidad consciente y constante de comprender a Dios” (Ciencia y Salud, pág. 209).
Para hacer esto, debemos esforzarnos por mantener nuestra consciencia tan inmersa en la Verdad divina, la realidad espiritual, que nada pueda impulsarnos hacia el turbulento sueño de la vida material. Este trabajo mental implica monitorear y corregir pensamientos que son espiritualmente falsos (por ejemplo, cualquier cosa limitada, material, imperfecta, discordante o cambiante) y comprender y aceptar que lo que hemos aprendido a través de nuestro estudio espiritual es real (aquello que es bueno, justo, puro, infinito, armonioso y permanente).
Hace algunos años, estaba de viaje y un día me alarmé por la rapidez con que comencé a manifestar síntomas similares a los de la gripe. A la hora del almuerzo me sentí bien; para la cena, estaba en la cama con secreción nasal y mareos. Pero resultó que mi rápido deterioro físico sirvió como una llamada de atención. Mientras pensaba en mi estado saludable unas horas antes, lo absurdo de los síntomas —que sabía que no tenían nada que ver con Dios o mi verdadero ser— se hizo evidente. Dios es la Roca constante e inquebrantable de nuestra existencia; cualquier otra cosa, incluyendo la fiebre o los escalofríos, era una sugestión falsa que pretendía sacudir mi comprensión de Dios.
Me aferré a esta certeza espiritual por el resto de la noche, particularmente cuando los síntomas eran agresivos, y me fui a dormir tarareando tranquilamente el Himno 148 del Himnario. Me desperté a la mañana siguiente, renovado y bien; y no fue sino hasta la tarde que recordé el desafío de la noche anterior.
Esta comprensión consciente de la constancia de Dios es un poderoso recordatorio del propósito de la vida, de nuestro privilegio divino de amar a Dios con todo nuestro corazón y alma y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos; para ser testigos de la gloriosa verdad de Dios y permanecer llenos de alegría bajo Su cuidado protector, gobierno y benevolencia. La comprensión espiritual, la fe y el amor son los medios por los cuales nos afianzamos en medio de lo que puede parecer la incesante variación e incertidumbre de la llamada existencia mortal. Son los que nos aíslan de las influencias que nos desalentarían y derrotarían. Son la forma en que aprovechamos las bendiciones inimaginables y la bondad de una vida inamovible verdaderamente centrada en el Espíritu. Son, de hecho, el camino de la Vida eterna.
