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El niño del reino

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 22 de mayo de 2023


Cristo Jesús, el Mesías largamente prometido, predicó que el reino de Dios está cerca. ¡Qué esperanza debe de haber encendido en los corazones de un pueblo que amaba a Dios, oprimido por la Roma pagana! No obstante, en un momento dado, los discípulos de Jesús le preguntaron quién era el más grande en ese reino, y él trastornó el propósito de esa pregunta colocando a un niño pequeño delante de ellos.

Les dijo: “Si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18:3). Olvídate del “más grande”, ¿cómo iban a poder entrar? Su asombro debe de haber igualado al de Nicodemo cuando se le dijo que tenía que nacer de nuevo. Jesús enseñó que la inocencia de un niño era la grandeza. “Así que, cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos” (18:4). 

¿Qué clase de grandeza es esta? O tal vez, sería mejor preguntar, ¿Qué tipo de reino?

La respuesta de Jesús a los discípulos hace pensar en el “niño” que se menciona en Isaías (véase 11:1-9). ¿En qué reino era inocente ese niño, con autoridad para guiar al león y al cordero? Un reino donde no existe una base material de vida. Isaías proclama una época en que el conocimiento de la gloria amorosa de Dios llena la tierra “como las aguas cubren el mar”, lo que apunta a una consciencia donde el mal es desconocido. ¿Era esta consciencia el reino al que Jesús se refería; el reino que ha venido, aquí, ahora, donde se hace la voluntad de Dios “como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10)?

Jesús les estaba mostrando a los discípulos la presencia constante de este reino y su profunda inocencia como hijos de Dios. ¿No fue esta comprensión lo que le dio a Jesús autoridad para expulsar todo mal de la vida de las personas, toda evidencia de haber vivido en un reino material, vulnerables a la enfermedad, el pecado y la muerte? ¿No estaba probando la luminosa totalidad del Espíritu, definiendo la realidad eterna? Ni el hijo de Dios ni el reino de Dios fueron jamás tocados por el mal. 

En nuestra limitada percepción humana, podemos imaginarnos a nosotros mismos como gobernantes orgullosos, ciudadanos leales o esclavos miserables de muchos reinos, como la familia, la economía, los lugares de trabajo, los gobiernos, etc., sujetos a las pasiones y dolores de nuestra propia creencia. 

Y, es a cada uno de estos “reinos” a los que Jesús se dirigió cuando dijo: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32). Mary Baker Eddy, quien descubrió y practicó el poder sanador de las palabras de Jesús, escribió: “La Verdad eterna destruye lo que los mortales parecen haber aprendido del error, y la existencia verdadera del hombre como hijo de Dios sale a la luz” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, págs. 288-289). Así que debemos dejar que la Verdad destruya lo que hemos aprendido del error, y la Verdad nos revelará nuestra existencia real en el reino de la armonía total. ¿No implica esto llegar a estar tan libres como un niño de todos los errores que entraña la equivocada percepción de que tenemos una historia en los reinos humanos?

¡Cuánto espacio mental se ocupa rumiando sobre un pasado o un futuro humano, bueno o malo, pintando el retrato, la anatomía y el paisaje de nuestro “ahora” humano! Ciertamente, para Jesús, la historia mortal no tenía ningún valor. ¿Un hombre cojo durante 38 años? Jesús le dijo que caminara, y él caminó. ¿Una mujer encorvada durante 18 años? Se puso de pie cuando el espíritu del Cristo, que Jesús encarnaba, tocó su pensamiento y la declaró libre. ¿Un hombre ciego de nacimiento? Jesús lo envió a lavar ese polvo de la historia, y el hombre regresó viendo. Estas obras fueron demostraciones de una Ciencia piadosa, todavía demostrable hoy en día. Ciencia y Salud explica: “La Ciencia divina aleja las nubes del error con la luz de la Verdad, y levanta el telón sobre el hombre que nunca ha nacido y nunca muere, sino que coexiste con su creador” (pág. 557).

¡Qué concepto tan sanador es este! Si coexistimos con el Espíritu, nunca nacemos en la materia, entonces la ascendencia mortal, los trastornos genéticos, las cicatrices físicas y mentales, y todas las cosas hereditarias no tienen control alguno sobre nosotros. Tampoco lo tienen los recuerdos que nos preocupan, desde pequeños malentendidos hasta sucesos traumáticos. ¿No nos pidió Jesús que nos viéramos a nosotros mismos como nacidos del Espíritu, y que no llamáramos padre a ningún hombre en la tierra? Por ser hijos de nuestro Padre “que [está] en los cielos”, nuestra infancia debe estar también en este reino celestial. Tenemos el derecho divino de reclamar nuestra completa inocencia y dominio como hijos eternos del Espíritu, y de reclamar lo mismo para todos los demás.

La creencia humana se rebela. Trae a colación años de situaciones. Pregunta: ¿Qué pasa con todas esas cosas que necesitan ser reparadas y pagadas? No obstante, si nacemos del Espíritu y, como Pablo declaró, vivimos y nos movemos en Él —en el reino de Dios— ¿cuándo y dónde ocurrieron los sucesos dañinos y sus efectos? 

Comprender que todos somos hijos de Dios en el reino de la armonía es exactamente lo que restaura el equilibrio y paga nuestras deudas y las de los demás. Zaqueo —el recaudador de impuestos— comprendió su historia espiritual cuando Jesús hizo pública su condición como hijo de Dios (véase Lucas 19:9). Fue elevado a la armonía con el amor ilimitado de su Padre: daba la mitad de sus bienes a los pobres, y si había tomado algo injustamente, lo reembolsaba cuatro veces.

Estar exento de los males de la historia humana elimina el rayo de la supuesta causa y efecto ante nuestros propios ojos y lo reduce a una mota en el de nuestro prójimo. Hace que el perdón sea inevitable; sin importar cuánto nos hayan agraviado. No nos quedarán enemigos, solo hermanas y hermanos a quienes amamos en oración, viendo su eterno y verdadero estado espiritual como hijos de Dios. 

Aunque los episodios difíciles o hirientes en nuestras vidas individuales y colectivas pueden parecer inquietantes, Jesús demostró que eran insustanciales. Nos invitó a despertar, a disolver todo pensamiento aparente de confrontar el mal sabiendo dónde estamos, así como quiénes somos. Los discípulos finalmente hicieron esto, desechando el mal dondequiera que iban. Pablo y Silas cantaron himnos en la cárcel y un terremoto liberó a los prisioneros, y el carcelero y toda su casa se convirtieron en cristianos. En Melita, Pablo se sacudió una víbora y luego sanó a muchos en la isla a través de sus oraciones.

La Ciencia Cristiana revela: “Dios es al mismo tiempo el centro y la circunferencia del ser” (Ciencia y Salud, págs. 203-204). Ni un átomo de maldad se ha infiltrado jamás en el reino de Dios. La presencia omnipotente de Dios revela que todo vestigio de injusticia, locura, desigualdad, contagio, etc., está desprovisto de creyentes o reinos. Cada uno de nosotros siempre ha sido, y siempre será, grande en el reino infinito de Dios: un hijo amado, espiritual, puro, a salvo y libre. 

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