Un año, durante el mes antes de Navidad, empecé a recibir llamadas de dos de mis familiares. Habían tenido una gran pelea, y cada uno quería contarme su versión de la historia. Mientras las airadas acusaciones volaban de un lado a otro, ninguna de las dos personas quería tener nada que ver con la otra. Las perspectivas para la fiesta de Navidad de la familia parecían sombrías.
Hice todo lo posible por calmarlos y, después de muchas llamadas telefónicas más, logré negociar una paz inestable. Todos nos sentimos aliviados de que los planes para la reunión familiar volvieran a funcionar. Sin embargo, unos días antes de la Navidad, me desperté sintiéndome mal y tan agotada que apenas podía levantarme de la cama.
Al volverme a Dios en oración, supe que debía abordar algo más que los síntomas físicos. Me sentía agobiada. Tenía miedo de que mis parientes tuvieran otra pelea y arruinaran la Navidad para toda la familia.
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