Un año, durante el mes antes de Navidad, empecé a recibir llamadas de dos de mis familiares. Habían tenido una gran pelea, y cada uno quería contarme su versión de la historia. Mientras las airadas acusaciones volaban de un lado a otro, ninguna de las dos personas quería tener nada que ver con la otra. Las perspectivas para la fiesta de Navidad de la familia parecían sombrías.
Hice todo lo posible por calmarlos y, después de muchas llamadas telefónicas más, logré negociar una paz inestable. Todos nos sentimos aliviados de que los planes para la reunión familiar volvieran a funcionar. Sin embargo, unos días antes de la Navidad, me desperté sintiéndome mal y tan agotada que apenas podía levantarme de la cama.
Al volverme a Dios en oración, supe que debía abordar algo más que los síntomas físicos. Me sentía agobiada. Tenía miedo de que mis parientes tuvieran otra pelea y arruinaran la Navidad para toda la familia.
Cuando llamé a una practicista de la Ciencia Cristiana para que orara por mí, le dije que no era la primera vez que me llamaban para ayudar a estos familiares a resolver sus desacuerdos. Le expliqué cuánto había tratado de motivarlos a llevarse mejor, pero la practicista no se sintió impresionada. Después de escuchar pacientemente, preguntó: “¿Es ese tu trabajo?”.
Esta pregunta puso la situación bajo una nueva perspectiva. Recordé que una vez, cuando se le pidió a Cristo Jesús que resolviera una disputa familiar, él respondió: “¡Hombre! ¿Quién me ha puesto por juez o árbitro sobre vosotros?” (Lucas 12:14, LBLA). Razoné que, si Jesús no necesitaba intervenir y mediar en una pelea, tal vez yo tampoco necesitaba hacerlo.
Pero ¿qué decir de la bienaventuranza “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9)? Al orar para entender la verdadera función de un pacificador, me di cuenta de que comienza con la comprensión de Dios como el creador y gobernador de todo. Cada uno de los hijos de Dios tiene una relación directa con Él que está siempre intacta, nunca es disfuncional y no requiere mediador. Y puesto que Dios es totalmente bueno, cada aspecto de Su creación también debe ser bueno. En la infinitud de Dios, no hay lugar para el conflicto.
Pronto me di cuenta de que no eran mis parientes los que necesitaban cambiar, sino mi forma de pensar acerca de ellos. Comprendí que mi responsabilidad era dejar de verlos como personalidades demasiado humanas que estaban en desacuerdo entre sí con regularidad, y seguir, en cambio, el ejemplo de Jesús: podía dejar a mis seres queridos al cuidado de su Padre-Madre Dios, sabiendo que, en realidad, Lo obedecen y están en armonía entre sí.
La carga y la fatiga desaparecieron, y pronto me sentí bien al pensar en que Dios nos abrazaba a todos en un solo amor, y nos mantenía para siempre en paz. Estaba muy claro que Dios no me hizo juez de mi familia, y que mi familia tampoco podía hacerme juez.
En el término de dos días, recibí llamadas de ambos familiares para informarme de que todo estaba bien entre ellos y que estaban deseando pasar la Navidad juntos. Todos terminamos teniendo unas felices fiestas. Y aunque esa no fue la última discusión que tuvieron, el rencor desapareció y su relación fue más armoniosa a partir de entonces. Cuando ocasionalmente surgían conflictos, yo resistía la tentación de dejarme arrastrar, y los dos siempre eran capaces de resolver las cosas por sí mismos.
Estoy muy agradecida por lo que la Ciencia Cristiana enseña sobre el fundamento de las relaciones saludables, que es nuestra verdadera relación espiritual con Dios. La comprensión clara de nuestra unidad perfecta e ininterrumpida con el Amor divino, Dios, promueve la paz dentro de nosotros mismos y entre unos y otros.
