Hoy en día, muchas personas hablan más abiertamente acerca de las preguntas más difíciles de la existencia humana. Una de esas preguntas puede ser qué podemos pensar cuando una persona verdaderamente buena y espiritualmente iluminada fallece inesperadamente. Tal vez nuestro primer impulso sea sentir que los cielos mismos deberían abrirse y llorar ante la magnitud de la pérdida humana.
Recuerdo una ocasión en la que eso fue lo que sentí. Pero también recuerdo que, al recurrir a Dios en busca de ayuda, muy pronto después de ese sentimiento inicial me embargó tal inspiración y convicción espirituales, que el dolor desapareció sin resistencia alguna. Simplemente ya no estaba allí; había sido reemplazado por el reconocimiento de la definitiva presencia de la luz y la verdad espirituales. Y en este fuerte sentido del orden espiritual, no podía haber duda alguna de que Dios mantiene la vida y la individualidad del hombre, independientemente de la apariencia de muerte. De hecho, fue obvio que aferrarse a las emociones que uno había sentido al principio hubiera sido insistir en sujetarse a algo menos digno y menos real que lo que el Espíritu, Dios, estaba dando libremente.
La curación está a la mano cuando estamos dispuestos a admitir lo que ya está presente y respondiendo a nuestra oración. El Maestro, Cristo Jesús, dijo a sus discípulos: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27). Este mismo Cristo, la Verdad, o el espíritu de la Vida, nos eleva, si lo permitimos, hacia la innegable percepción de la realidad espiritual, el orden y la presencia del reino de Dios aquí con nosotros.
Pero un sentido egocéntrico y personal a veces parece interponerse en el camino de nuestro reconocimiento de la presencia del Cristo. Tal vez el argumento persiste en el pensamiento: “Bueno, si esta persona de pensamiento tan espiritualizado puede fallar y no ser sanada mediante la oración, ¿qué esperanza puedo tener yo?”.
Si damos un paso atrás y examinamos la pregunta, nos damos cuenta de que se basa en la percepción de una capacidad personal, o la falta de ella. Es muy útil un capítulo llamado “¿Es que no existe la muerte?” del libro La unidad del bien, por Mary Baker Eddy. Nuestra Guía escribe francamente: “De ninguna manera he hablado de mí misma, no puedo hablar de mí misma, como ‘suficiente para tales cosas’. Únicamente insisto en el hecho, tal como existe en la Ciencia divina, que el hombre no muere, y en las palabras del Maestro que apoyan esta verdad, palabras que jamás pasarán, ‘hasta que todo esto acontezca’” (pág. 43).
Podemos ver que la certeza de la Sra. Eddy descansaba en el poder de lo que había visto que infundía su lealtad y su vida. Para cada uno de nosotros también, es la naturaleza de la realidad espiritual de Dios que todo lo incluye y amanece en el pensamiento lo que nos trae curación y seguridad. Necesitamos recibir esta nueva maravilla y seguir adelante con ella, no limitar su manifestación con preguntas basadas en nuestras viejas impresiones de la existencia mortal.
Estamos aprendiendo de cientos de maneras que los sentidos físicos engañan. Toda curación, por pequeña que sea, indica ese hecho al enseñar la naturaleza espiritual en lugar de la naturaleza material de la vida, y de ese modo es un paso hacia la comprensión de que la mortalidad es una ilusión. El hombre no puede morir, porque Dios es la Vida, totalmente contrario a lo que el mundo ha llegado a definir como vida. Toda nuestra experiencia espiritual lo confirma, y nuestra honestidad con lo que estamos aprendiendo nos ayuda a protegernos de la hipnótica insistencia del mundo en el error convencional.
Podemos renunciar a lo que equivale a una falsa fe en la muerte, y progresaremos más rápidamente en esta dirección a través de nuestra honestidad y ampliada integridad espiritual. La Sra. Eddy indica por qué este progreso es tan importante, no sólo para nosotros sino para la humanidad, cuando escribe: “La renuncia a toda fe en la muerte y también al temor a su aguijón elevaría el estándar de la salud y de la moral
muy por encima de su elevación presente, y nos capacitaría para mantener en alto el estandarte del cristianismo con una fe inquebrantable en Dios, en la Vida eterna” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 426).
Dios tiene y mantiene para siempre la perfección espiritual del hombre. Si estamos encontrando junto con otra persona los puntos de vista convincentes de la verdad espiritual que tanto apreciamos, estamos, de hecho, aprendiendo algo sobre el hombre como el reflejo de la Vida que es Dios. Por lo tanto, el fallecimiento de una persona mortal no dice ni puede decir que el poder de Dios sea una ficción. Tampoco limita la progresiva vida inmortal del ser individual del cual habíamos visto apenas un esbozo en este mundo.
No hay mortales exaltados y perfectos; pero puede haber una exaltación del Cristo en la consciencia humana. Cada ser humano está trabajando en su propia salvación, y como espectadores a menudo no tenemos un conocimiento preciso ni de los desafíos que él o ella puede estar enfrentando en la consciencia humana ni de las tremendas victorias espirituales ya alcanzadas.
Otra sugestión que puede venir al pensamiento es que uno podría llevar una vida más segura y más larga si permaneciera invisible y sin comprometerse. ¿Quién puede evitar pensar en las palabras de Jesús en relación con este intento diabólico de mantener a toda la humanidad en tímida esclavitud: “Todo el que procure salvar su vida, la perderá; y todo el que la pierda, la salvará”? (Lucas 17:33).
La seguridad no puede encontrarse en ningún sentido inalterado de la vida mortal. Sólo hay una manera de tener más seguridad y más vida, y es actuar y descubrir y probar que Dios es realmente el origen de la vida del hombre.
La Sra. Eddy enfrenta la superstición de que en última instancia es dañino ser bueno y hacer el bien cuando escribe en el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud: “Quien hace el mayor bien no es el que sufre el castigo más severo. Al adherirse a las realidades de la existencia eterna —en lugar de leer disertaciones sobre la incoherente suposición de que la muerte viene en obediencia a la ley de la vida, y que Dios castiga al hombre por hacer el bien— uno no puede sufrir como resultado de cualquier obra de amor, sino que se fortalece a causa de ella” (Ciencia y Salud, pág. 387). Y a través de una prueba tras otra que ciertamente parecían extremadamente amenazantes, el adherirse a las realidades eternas le permitió a la Sra. Eddy avanzar para completar su misión.
¿Cómo pensaremos acerca de aquellos que han fallecido? Correctamente, honestamente y con gran amor. Sabemos que no creen en la muerte más plenamente que nunca, que viven. Sabemos que esperaban que recogiéramos el estandarte, no que lo dejáramos caer en el polvo.
Podemos honrar el verdadero significado de sus vidas sólo a través de nuestra propia lealtad a la Vida que es Dios, no a través de la subordinación a lo que nuestra Guía llama “el lúgubre engaño de la muerte” (No y Sí, pág. 35). Y podemos, como Eliseo de pie con Elías, orar con todo nuestro corazón para ver verdaderamente lo que está sucediendo —para ver los sucesos de la existencia humana en el contexto de la comprensión espiritual que Dios brinda— y así recibir “una doble porción” (2 Reyes 2:9) del espíritu de aquellos que han sido fieles.
