Hoy en día, muchas personas hablan más abiertamente acerca de las preguntas más difíciles de la existencia humana. Una de esas preguntas puede ser qué podemos pensar cuando una persona verdaderamente buena y espiritualmente iluminada fallece inesperadamente. Tal vez nuestro primer impulso sea sentir que los cielos mismos deberían abrirse y llorar ante la magnitud de la pérdida humana.
Recuerdo una ocasión en la que eso fue lo que sentí. Pero también recuerdo que, al recurrir a Dios en busca de ayuda, muy pronto después de ese sentimiento inicial me embargó tal inspiración y convicción espirituales, que el dolor desapareció sin resistencia alguna. Simplemente ya no estaba allí; había sido reemplazado por el reconocimiento de la definitiva presencia de la luz y la verdad espirituales. Y en este fuerte sentido del orden espiritual, no podía haber duda alguna de que Dios mantiene la vida y la individualidad del hombre, independientemente de la apariencia de muerte. De hecho, fue obvio que aferrarse a las emociones que uno había sentido al principio hubiera sido insistir en sujetarse a algo menos digno y menos real que lo que el Espíritu, Dios, estaba dando libremente.
La curación está a la mano cuando estamos dispuestos a admitir lo que ya está presente y respondiendo a nuestra oración. El Maestro, Cristo Jesús, dijo a sus discípulos: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27). Este mismo Cristo, la Verdad, o el espíritu de la Vida, nos eleva, si lo permitimos, hacia la innegable percepción de la realidad espiritual, el orden y la presencia del reino de Dios aquí con nosotros.
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