Según el Evangelio de Lucas, en por lo menos dos ocasiones Cristo Jesús dijo tiernamente a los que estaban afligidos: “No llores”. Primero, a una madre que había perdido a su único hijo, luego al jefe de una sinagoga y a su familia y amigos que lloraban porque su hija pequeña acababa de fallecer (véanse capítulos 7 y 8).
Jesús podía hablar con tanta autoridad y ternura porque, para su sentido espiritual, el joven y la niña no estaban muertos sino vivos. Esta era la realidad, la verdad del ser invisible para los sentidos humanos, porque Dios preserva para siempre la vida de cada uno de Sus hijos.
Jesús afirma: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven” (Lucas 20:38). Jesús era consciente de que un hijo de Dios vive en Dios, es inseparable de Dios, que es la Vida eterna. Tanto al joven como a la niña, les ordenó: “Levántate”. En otras palabras, despierta del sueño de vida en la materia a la comprensión de la vida en el Espíritu, la única Vida. Al obedecer la instrucción de Jesús, fueron sanados de inmediato y se levantaron a una nueva experiencia. Las lágrimas de padres y amigos fueron reemplazadas por la alegría y la gratitud, y Dios fue glorificado.
¿Cómo pueden ayudarnos hoy estos relatos que sucedieron hace dos mil años? Dependiendo de la forma en que los percibamos pueden brindarnos mucho aliento. Si los miramos a través de la lente de la visión humana, que sólo percibe las cosas que se ven físicamente, son milagros. Pero si los vemos a través de la lente de la percepción espiritual —que testifica de las cosas del Espíritu, invisibles a simple vista— estas acciones ilustran que la muerte es “el postrer enemigo” (1 Corintios 15:26), y que puede ser vencida. Son demostraciones de la ley eterna de la Vida, la evidencia de que Dios, que es la única Vida, nunca puede causar la muerte. Dios, que es la Vida infinita, sólo puede conocer la Vida.
La destrucción de la enfermedad y la muerte de Cristo Jesús ilustró el hecho de que la Vida inmortal siempre es reflejada por el hombre. La Vida eterna no se limita al más allá, sino que está siempre presente y puede demostrarse progresivamente. Como explica el apóstol Pablo, “La dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23). De modo que Dios nos da la vida eterna a cada uno de nosotros, ahora y siempre.
La comprensión de que Dios da la vida inmortal, sin principio ni fin, revela la ilusión de la muerte. Esta comprensión abre el camino para sanar el pecado y la enfermedad, y para vencer la muerte. Si bien tal vez aún no hayamos alcanzado el nivel de comprensión y demostración de la vida eterna que tuvo Jesús, es alentador saber que incluso la curación del dolor después del fallecimiento de un ser querido es un paso importante en nuestra propia e inevitable victoria sobre la muerte.
Después de escuchar la triste noticia de la muerte violenta de Juan el Bautista, Jesús se fue a un lugar apartado o desértico, donde a menudo estaba en comunión con Dios (véase Mateo 14:1-14). En Mateo leemos que una gran multitud pronto lo alcanzó allí, y movido por la compasión, sanó a los que entre ellos estaban enfermos, demostrando que se sentía elevado y fortalecido en lugar de derrotado.
Cuando lloramos por la muerte de un amigo o un ser querido, nosotros también debemos buscar ese lugar “desértico” donde estamos solos con Dios. La definición espiritual de desierto que dio Mary Baker Eddy, Descubridora de la Ciencia Cristiana, en el Glosario de Ciencia y Salud con Llave de las Escrituras, dice, en parte, “el vestíbulo en que el sentido material de las cosas desaparece, y el sentido espiritual revela las grandes realidades de la existencia” (pág. 597). Es en ese lugar, en comunión con nuestro Padre-Madre, donde perdemos el sentido de que la vida está en la materia, y comenzamos a comprender la existencia espiritual; vemos que la Vida divina, la única Vida, no puede morir, y que el hombre, como reflejo de Dios, está siempre vivo y es perfecto, y por lo tanto ni siquiera puede enfermar.
A medida que seguimos el ejemplo de Jesús y percibimos la naturaleza espiritual de un amigo que falleció, somos guiados a comprender que él o ella continúa vivo y por ende entiende la falacia de la muerte. Al enterarse del fallecimiento de su cuñada Mary, el último miembro de su familia, Mary Baker Eddy le comentó a uno de sus estudiantes: “La hermana Mary nunca quiso creer que la muerte no es una realidad. No podía hacerla pensar como yo. Ahora ella sabe que no ha muerto. Ha comprendido la Vida” (We Knew Mary Baker Eddy, Expanded Edition, Vol. II, p. 312).
Después de que mi querido esposo falleció, sentí profundamente el consuelo divino y tierno prometido en toda la Biblia. Sabía que aunque ya no podía ver a mi esposo, ambos estábamos viviendo en el Amor infinito, donde no hay fin, no hay separación, sino una continua manifestación del bien. Este mensaje que me envió un querido amigo, mostrando la continuidad de la vida, me resultó muy útil: “Acabo de enterarme de que tu querido esposo cambió de dirección. …”
Además, el siguiente mensaje reconfortante de Mary Baker Eddy a una estudiante cuyo esposo acababa de fallecer fue un apoyo constante: “Tu querido esposo no se ha apartado de ti en espíritu; jamás murió, sólo para tu sentido; él vive, ama y es inmortal. Deja que esto te consuele querida, y encontrarás descanso al desterrar el sentido de la muerte, al apreciar el sentido de la vida y no de la muerte. Tu querido esposo está viviendo tan verdaderamente hoy como siempre vivió, y puedes encontrar descanso y paz en este verdadero sentido de la Vida” (Mary Baker Eddy: Christian Healer, Amplified Edition, pp. 278–279).
Vi la necesidad de seguir fielmente este consejo del Manual de La Iglesia Madre: “La gratitud y el amor deberían reinar en todo corazón cada día de todos los años” (Mary Baker Eddy, pág. 60). No podemos estar tristes y agradecidos al mismo tiempo, y es importante pensar en un ser querido fallecido con un sentido de gratitud en lugar de pérdida. Mi gratitud a Dios por Su constante y universal cuidado amoroso y por las hermosas cualidades de mi esposo detuvo el mesmerismo del dolor. Ser agradecida también me impidió dar vida a las sugestiones de carencia y soledad, y me abrió los ojos a todo el bien que ya está establecido para cada hijo de Dios. El Amor sana el dolor.
Después del fallecimiento de un ser querido, quizá deseemos ser atendidos. Pero se necesita todo lo contrario. Al amar y responder a las necesidades de los demás, nos olvidamos de nosotros mismos, y así somos consolados y bendecidos. En Primera de Juan, encontramos confirmación de las bendiciones de amar desinteresadamente: “Sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos” (3:14).
A medida que progresamos en nuestra comprensión de Dios y en nuestra demostración de la vida cristiana, la eternidad de la Vida se hará más clara. Ya no podemos llorar más, y estamos en paz.