Según el Evangelio de Lucas, en por lo menos dos ocasiones Cristo Jesús dijo tiernamente a los que estaban afligidos: “No llores”. Primero, a una madre que había perdido a su único hijo, luego al jefe de una sinagoga y a su familia y amigos que lloraban porque su hija pequeña acababa de fallecer (véanse capítulos 7 y 8).
Jesús podía hablar con tanta autoridad y ternura porque, para su sentido espiritual, el joven y la niña no estaban muertos sino vivos. Esta era la realidad, la verdad del ser invisible para los sentidos humanos, porque Dios preserva para siempre la vida de cada uno de Sus hijos.
Jesús afirma: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven” (Lucas 20:38). Jesús era consciente de que un hijo de Dios vive en Dios, es inseparable de Dios, que es la Vida eterna. Tanto al joven como a la niña, les ordenó: “Levántate”. En otras palabras, despierta del sueño de vida en la materia a la comprensión de la vida en el Espíritu, la única Vida. Al obedecer la instrucción de Jesús, fueron sanados de inmediato y se levantaron a una nueva experiencia. Las lágrimas de padres y amigos fueron reemplazadas por la alegría y la gratitud, y Dios fue glorificado.
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