“Algún día, cuando tenga hijos”, me dijo mi hijo de veintitantos años, “¿cómo voy a sentirme seguro al dejarlos en la escuela cuando parece que todas ellas son vulnerables a la violencia armada?”
Su pregunta no se refería a qué protecciones podrían establecerse para garantizar la seguridad pública. Me di cuenta de que lo que él y muchos otros anhelan es calmar el miedo; el miedo a la turbulenta y ansiosa preocupación de que el mundo es un lugar inseguro y pareciera que no hay nada que podamos hacer al respecto. Este clima de temor es tan predominante que incluso un joven sentado en el porche con sus padres, en una tarde de primavera en un vecindario tranquilo, estaba luchando con él.
Si bien las leyes y otras medidas son típicas en una sociedad civilizada que busca proteger a sus ciudadanos, vale la pena preguntarse si estas medidas por sí solas serán suficientes, individual o colectivamente, para tranquilizarnos por completo y silenciar nuestros temores. Mary Baker Eddy, quien descubrió una ley eterna del cuidado divino que ha demostrado ser eficaz para liberar a las personas del temor y protegerlas del peligro, planteó una pregunta similar en su libro Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “¿Son los medios materiales el único refugio contra las contingencias fatales? ¿No hay permiso divino para conquistar toda clase de discordancia con la armonía, con la Verdad y el Amor?” (pág. 394).
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