Cuando era niña, mi madre me llevaba a ver a una practicista de la Ciencia Cristiana cuando no me sentía bien. Era una experiencia tan buena que recuerdo que a veces decía: “Por favor, mamá, llévame con esa linda señora. Ella hablará con Dios y yo me sentiré mejor”. No solo siempre era sanada, sino que me sentía tangiblemente amada y que yo también era amorosa y buena.
A medida que me hacía mayor, me preguntaba más acerca de este amor que sentía a través del tratamiento de la Ciencia Cristiana. Me di cuenta de que hay una profunda conexión entre el amor y el poder transformador de la oración.
San Juan escribió que “Dios es amor” (1 Juan 4:8). Y Mary Baker Eddy explicó lo que hace el amor de Dios en su libro Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Dios sanará a los enfermos por medio del hombre, siempre que el hombre esté gobernado por Dios” (pág. 495). Cuando permitimos que el amor que proviene de Dios gobierne nuestra forma diaria de pensar y vivir, tiene un efecto sanador. El amor que sana no es un mero sentido personal de amor que varía con las circunstancias; es el amor puro que no puede cambiar.
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