Cuando era niña, mi madre me llevaba a ver a una practicista de la Ciencia Cristiana cuando no me sentía bien. Era una experiencia tan buena que recuerdo que a veces decía: “Por favor, mamá, llévame con esa linda señora. Ella hablará con Dios y yo me sentiré mejor”. No solo siempre era sanada, sino que me sentía tangiblemente amada y que yo también era amorosa y buena.
A medida que me hacía mayor, me preguntaba más acerca de este amor que sentía a través del tratamiento de la Ciencia Cristiana. Me di cuenta de que hay una profunda conexión entre el amor y el poder transformador de la oración.
San Juan escribió que “Dios es amor” (1 Juan 4:8). Y Mary Baker Eddy explicó lo que hace el amor de Dios en su libro Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Dios sanará a los enfermos por medio del hombre, siempre que el hombre esté gobernado por Dios” (pág. 495). Cuando permitimos que el amor que proviene de Dios gobierne nuestra forma diaria de pensar y vivir, tiene un efecto sanador. El amor que sana no es un mero sentido personal de amor que varía con las circunstancias; es el amor puro que no puede cambiar.
Para Cristo Jesús expresar este amor era natural. Su vida y sus obras daban testimonio de ello todos los días. Por ser un claro reflejo de la Mente divina, él veía más allá de los defectos impuestos por las propias creencias de los demás acerca de sí mismos, y veía la semejanza de Dios. Por consiguiente, Jesús era capaz de sacar a la luz la bondad en los corazones receptivos al ver su naturaleza piadosa.
A lo largo de mi infancia, experimenté constantemente curaciones notables por medio de la Ciencia Cristiana. Sin embargo, cuando era adolescente, el deseo de pertenecer a mi grupo de compañeros me llevó a participar en actividades poco saludables y autodestructivas. Al poco tiempo, me encontré confundida y en problemas. Al sentir que necesitaba sanar, llamé a la puerta de una practicista de la Ciencia Cristiana y le conté sinceramente todo lo que había hecho. Ella no se mostró conmocionada ni fue condenatoria, sino que respondió con el tipo de amor que ve la expresión de Dios en los demás pase lo que pase. Después de algunas charlas con ella, me encontré en un nuevo y alegre camino, liberada de las influencias tóxicas.
Aprendí que mi verdadera naturaleza no se encontraba en buscar la aprobación de los demás o en identificarme con un determinado grupo, sino en mi relación con Dios como Su expresión misma. Lo mejor de esa curación fue que, en lugar de juzgar a los demás, sentí más compasión por otros que parecían tomar decisiones imprudentes; y de esta compasión surgió una conexión más sana y genuina con mis compañeros. Cuando la verdad sanadora es abrazada por el practicista y el paciente, bendice a todos.
Una de las ideas más valiosas que descubrí del estudio de la Biblia y de Ciencia y Salud, y de trabajar con practicistas de la Ciencia Cristiana, es que este reflejo del amor de Dios es la esencia del cristianismo. Ninguno de los hijos de Dios es más valioso o más digno de amor que otro. Dios es el autor de todo. Cada uno de nosotros es la expresión amada y amorosa de Dios.
Cuando permitimos que el Amor divino reine dentro de nosotros, nos volvemos más conscientes de la gracia, la salud, la alegría, el amor y la inteligencia que todos nosotros expresamos como reflejo de Dios. Cuando estas cualidades parecen estar ausentes, la oración —junto con el deseo activo de dejar que el amor y la bondad de Dios se expresen en nosotros— revela que son en gran medida un hecho presente y natural de nuestra existencia.
La Sra. Eddy lo expresa de esta manera: “La bondad revela otra escena y otro yo, aparentemente envueltos en sombras, mas traídos a la luz por las evoluciones del pensamiento que progresa, y gracias a ello discernimos el poder de la Verdad y el Amor para sanar al enfermo” (Escritos Misceláneos 1883-1896, págs. 1-2). Este “pensamiento que progresa” tiene que ver con la comprensión de un sentido más elevado del Amor, que nos llama a todos. La Sra. Eddy también escribió: “El Amor es imparcial y universal en su adaptación y en sus concesiones. Es la fuente abierta que exclama: ‘A todos los sedientos: Venid a las aguas’” (Ciencia y Salud, pág. 13).
La gracia y la bondad que sanan deben buscarse en Dios, la fuente inagotable. Cada deseo sincero de ser altruista, desde la más pequeña inclinación hasta el más profundo sacrificio personal, demuestra la presencia de Dios en nuestras vidas. Todos tenemos oportunidades diarias de sumergirnos en la fuente del Amor para ayudar a un compañero de viaje en el camino. Y puesto que esta fuente divina rebosa de amor genuino, no nos serviría ir a ella con un dedal.
El mundo clama por el amor que sana, y Dios lo suple en abundancia. Podemos estar de acuerdo en compartirlo. No debemos temer la falta de aptitud. La pregunta que podemos hacernos es: ¿Amamos lo suficiente? Si pensamos erróneamente que somos los originadores del amor, encontraremos que un lento fluir del amor es insuficiente, pero el amor genuino que nace de Dios fluye como una cascada. Podemos dejar que el Amor divino se exprese en nosotros y en todo lo que nos rodea.
Recuerdo cuán amada y cuidada me sentía cuando era niña, y a partir de ahí, cada vez que recibía tratamiento de los practicistas de la Ciencia Cristiana. Cuán agradecida estoy por aquellos que demuestran la gracia, el poder y la eficacia de la oración para traer paz y curación a través de su amoroso esfuerzo.