Cuando estaba en la escuela secundaria, leí un artículo que me chocó. Decía que la gente que sufre de abuso se convierte en abusadora. Aceptar esta declaración tuvo como resultado años de tener miedo de mí misma y de lo que podría hacerle a los demás, o de lo que otros podrían pensar que haría, debido a las golpizas, la agresión sexual y el abuso emocional que había sufrido desde que era una niña pequeña. Este miedo a mí misma también comenzó un ciclo de mentir a los demás, diciendo que estaba bien cuando en realidad pensaba en el suicidio y me lastimaba a mí misma. A pesar de ser tímida, de voz suave y obediente, constantemente tenía miedo del monstruo que yo temía estuviera bajo la superficie.
Décadas más tarde, cuando pensé que había superado esos sentimientos, volvieron a aflorar una noche, provocados al escuchar un programa de radio sobre niños abusados, sus abusadores y los ciclos de abuso. Pero lo que parecía ser un enorme revés condujo a una transformadora bendición.
Abiertos en el mostrador de la cocina estaban mi Biblia y Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy. Un pasaje de Ciencia y Salud sobre la distancia infinita entre el Espíritu y la materia parecía mirarme con fijeza, exigiendo que lo leyera. Decía: “Lo temporal y lo irreal nunca tocan lo eterno y lo real. Lo mutable y lo imperfecto nunca tocan lo inmutable y perfecto. Lo inarmónico y lo que se destruye a sí mismo nunca tocan lo armónico y existente de por sí. Estas cualidades opuestas son la cizaña y el trigo, que jamás se mezclan realmente, aunque (a la vista mortal) crezcan lado a lado hasta la cosecha; entonces, la Ciencia separa el trigo de la cizaña, mediante la comprensión de Dios como siempre presente y del hombre como reflejando la semejanza divina” (pág. 300).
Ese pasaje, que se basa en la parábola de Cristo Jesús de la cizaña y el trigo, condujo a un entendimiento impresionante. En ese momento comprendí que, por ser la semejanza de Dios, la violencia, la vergüenza y las mentiras que había soportado no me habían tocado. Esa comprensión me llevó, a su vez, al reconocimiento espiritual de que no estaba herida. Y si no estaba herida, entonces no podía ser alguien que lastimaría a otros.
Dejé que cada palabra del mensaje del Cristo que estaba leyendo en Ciencia y Salud me purificara por completo como un río caudaloso de amor, barriendo todas las inseguridades y la vergüenza. Dejé que limpiara mi corazón del temor y refrescara y renovara mi percepción de quién era y siempre había sido: la hija pura, inocente e intacta de Dios. Esa noche, me sumergí en este amor purificador del Cristo, sintiendo que la Ciencia divina —la verdad santa— de la realidad espiritual de todos me redimiera. Mientras lo hacía, me vino al pensamiento una declaración del Evangelio de Lucas como si hubiera sido una bendición hablada de amor y gracia sobre la curación: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (23:34).
Esta petición, que Jesús expresó en una oración de humilde deseo al volverse a Dios desde la cruz, con una corona de espinas en la cabeza y con las manos y los pies atravesados por clavos, me impresionó de un modo diferente. Él no dijo: “Padre, muéstrame cómo perdonarlos”, sino simplemente: “Padre, perdónalos”.
Necesitaban el perdón de Dios, no el suyo. El odio de sus perseguidores, el miedo a su mensaje, el deseo que tenían de silenciar su voz a través de la violencia y la destrucción realmente jamás lo tocaron y no pudieron evitar que completara su misión. Jesús también pone la responsabilidad de hacer lo necesario para sentir el perdón de Dios allí mismo donde pertenece, en la persona cuyos actos abusivos van completamente en contra de su propia unidad con Dios.
Yo sabía que tenía que seguir el ejemplo del Cristo para encontrar mi propia emancipación del odio hacia mí misma y la vergüenza. En ese momento, me embargó una completa y profunda libertad. Me sentí empoderada e impulsada a confiar al perdón de Dios la persona que había abusado de mí por más de una década.
Hoy, no solo no me he convertido en quien temía, sino que he dedicado mi vida a ayudar y sanar a las personas, lo que incluye ayudarlos a saber que no hay verdad en la afirmación de que las personas heridas tienen que lastimar a la gente.
La Sra. Eddy escribe: “El ciclo del bien borra el epiciclo del mal” (La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, pág. 270). La verdad espiritual de la infinitud del Espíritu, Dios, hace que toda sugestión material de ciclos del mal sea una mentira, y el Cristo, la idea espiritual de la totalidad de la Verdad divina, disuelve la mentira. La vida y las curaciones de Jesús lo demostraron de manera decisiva, y mi experiencia ha demostrado cuán posible sigue siendo dicha curación hoy en día.
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