Mientras nuestro hijo y sus amigos celebraban su decimosexto cumpleaños, unos veinte estudiantes de un pueblo vecino trataron de colarse en la fiesta. Su propia fiesta había sido clausurada por la policía y, al parecer, se habían enterado de la nuestra en las redes sociales y decidieron asistir.
Cuando no lograron entrar, se negaron a irse, a pesar de que mi esposo y yo se lo pedimos cortés y firmemente varias veces. Estábamos parados en la entrada de nuestra casa, con los brazos extendidos, tratando de razonar con ellos, explicando que esta no era una fiesta abierta al público. Mientras seguíamos bloqueándolos, un grupo considerable de amigos de nuestro hijo que ya estaban en la fiesta vinieron a apoyarnos.
Era una situación tensa. Gritando insultos, cada grupo de chicos amenazaba con recurrir a la violencia física si el otro no se echaba atrás. Al caos se sumaba nuestro vecino normalmente bondadoso, que blandía un cuchillo y advertía a los chicos que se mantuvieran alejados de su propiedad. Entonces alguien amenazó con golpear a mi marido con una pistola.
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