He sido bailarina toda mi vida. Por mucho que me guste, bailar a menudo requiere estar rodeada de espejos y de personas que tienen cierto tipo de cuerpo o que quieren ser más delgadas. Los cuerpos de los bailarines, al igual que los de los atletas, están bajo un escrutinio constante por parte de la industria, las redes sociales, los amigos y ellos mismos. Una creencia general es que la forma en que uno se ve está directamente relacionada con el éxito de su carrera. He sucumbido a este pensamiento muchas veces.
En el bachillerato, tuve una serie de malas experiencias con la imagen corporal en el estudio de baile —cosas que decían los maestros, experiencias de audición y mi profundo deseo de estar a la altura de mis amigos súper delgados— que me llevaron a hacer un experimento de tres días de comer nada más que lechuga con un poco de aderezo ranchero una vez al día. Vivía en una mentalidad de desesperación e incompetencia. Esto más tarde me llevó a hacer ejercicio en exceso y a una dieta estricta en la universidad.
Después de graduarme, comencé mi carrera profesional como bailarina y maestra en la ciudad de Nueva York. Era un sueño hecho realidad, ¿no es cierto? En muchos sentidos, estaba pasando el mejor momento de mi vida. Pero sabía que mis hábitos alimenticios no eran saludables, no me hacían feliz ni me conseguían trabajo. Las cosas tenían que cambiar.
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