He sido bailarina toda mi vida. Por mucho que me guste, bailar a menudo requiere estar rodeada de espejos y de personas que tienen cierto tipo de cuerpo o que quieren ser más delgadas. Los cuerpos de los bailarines, al igual que los de los atletas, están bajo un escrutinio constante por parte de la industria, las redes sociales, los amigos y ellos mismos. Una creencia general es que la forma en que uno se ve está directamente relacionada con el éxito de su carrera. He sucumbido a este pensamiento muchas veces.
En el bachillerato, tuve una serie de malas experiencias con la imagen corporal en el estudio de baile —cosas que decían los maestros, experiencias de audición y mi profundo deseo de estar a la altura de mis amigos súper delgados— que me llevaron a hacer un experimento de tres días de comer nada más que lechuga con un poco de aderezo ranchero una vez al día. Vivía en una mentalidad de desesperación e incompetencia. Esto más tarde me llevó a hacer ejercicio en exceso y a una dieta estricta en la universidad.
Después de graduarme, comencé mi carrera profesional como bailarina y maestra en la ciudad de Nueva York. Era un sueño hecho realidad, ¿no es cierto? En muchos sentidos, estaba pasando el mejor momento de mi vida. Pero sabía que mis hábitos alimenticios no eran saludables, no me hacían feliz ni me conseguían trabajo. Las cosas tenían que cambiar.
Crecí practicando la Ciencia Cristiana y estaba familiarizada con la Biblia y el libro de texto de Mary Baker Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras. También había tenido muchas curaciones a través de las oraciones de un practicista de la Ciencia Cristiana. No obstante, esta fue la primera vez que sentí que necesitaba hacer una profunda inmersión espiritual por mi cuenta.
Durante mi viaje diario en el ferry de Staten Island, leía el capítulo “La práctica de la Ciencia Cristiana” de Ciencia y Salud. En las dos primeras páginas, Eddy habla de la historia bíblica de una mujer —una pecadora— que se acercó a Jesús en la casa de un fariseo. Jesús usa esto como un momento para impartir una enseñanza, ya que el fariseo cuestiona su bondad hacia la mujer, a quien considera inferior (véase Lucas 7:37-50). Después de leer esta sección del capítulo, pensé: “Está bien, en esta historia la curación sucedió porque Jesús amó a alguien, protegió a alguien y perdonó a alguien. ¿Es eso lo que tengo que hacer para sanarme?”.
En la página siguiente, encontré la respuesta que necesitaba para poner en marcha mi cambio de pensamiento: “Si el Científico Cristiano llega a su paciente por medio del Amor divino, la obra sanadora será efectuada en una sola visita, y la enfermedad se desvanecerá en su nada nativa, como el rocío ante el sol de la mañana” (pág. 365). Dejé el libro en mi regazo, miré hacia la bahía y pensé: “Si voy a ser mi propia practicista, será mejor que comience a amarme a mí misma”.
Fue un momento revolucionario para mí. En ese momento, tomé la decisión de orar específicamente por mis problemas con mi cuerpo y de “llegar” a mí misma a través del Amor divino. Sabía que lo primero que tenía que hacer era cambiar la forma en que pensaba sobre mí misma. ¿Pero cómo?
Recordé un libro que había leído en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana llamado Filled Up Full de Joy V. Dueland. El libro menciona varios animales y lo tonto que es, por ejemplo, que una ardilla tenga pensamientos de conejito, porque la ardilla solo puede llenarse de pensamientos de ardilla. Me sentí un poco ridícula al pensar en ello. Pero reconocí que eso era parte del problema: necesitaba entender que los pensamientos de sentirme inadecuada no son mis propios pensamientos, porque soy una expresión de Dios, que es el Amor divino. Cualquier pensamiento que no sea amoroso son sugestiones —no pensamientos de Dios— por lo que no tengo que escucharlos ni aceptarlos.
A medida que me esforzaba por hablarme amablemente a mí misma y pensar más amablemente sobre mí misma, continué leyendo el capítulo “La práctica de la Ciencia Cristiana”. Durante los meses siguientes, llené mis pensamientos con ideas sanadoras de ese capítulo y me vi a mí misma como mi paciente más receptiva. Leía despacio, meditaba y oraba para descubrir cómo cada idea se aplicaba directamente a mi situación. Como resultado, mi aptitud espiritual aumentó: mejoré en reconocer y descartar los pensamientos negativos disfrazados de mi propio pensamiento, reemplazándolos con lo que sabía que era verdad sobre mí por ser la expresión de Dios.
También necesitaba cambiar la forma en que pensaba sobre mi cuerpo. En lugar de consumirme con pensamientos de tamaño, forma, peso, etc., comencé a pensar en las cualidades espirituales de Dios que reflejo y cómo estas cualidades —como la gracia, la armonía, la belleza y la fortaleza— realmente me definen. Me tomó mucho tiempo comprender que cada cualidad otorgada por Dios está presente y es necesaria para el funcionamiento correcto, pero finalmente me vi a mí misma completa y libre.
A medida que crecía espiritualmente y continuaba poniendo en práctica lo que aprendía, abandoné gradual y naturalmente los hábitos destructivos de comer y hacer ejercicio. Desde entonces me he sentido más libre y alegre como bailarina.
Esta experiencia cambió mi vida y la forma en que pienso acerca de mi relación con Dios. Comprendo que Dios está a mi alrededor, hablándome siempre de mi integridad. Mi identidad proviene de Dios y Él cuida de ella.
Así que no importa por lo que estés pasando —ya sea que tu conversación interna parezca desagradable o que estés luchando con qué comer para cenar o llorando en el piso del baño— no estás solo. Dios está siempre contigo, amándote y mostrándote el camino a seguir, tal como Dios me lo mostró a mí.
