Mi primer recuerdo de haber oído hablar de Jesús fue cuando mi madre leyó la historia de que el Maestro había echado a los cambistas del Templo (véase Mateo 21:12, 13). Yo no podía haber tenido más de tres años, pero la historia me causó una clara impresión. Mientras me imaginaba a Jesús, azote en mano, expulsando a los cambistas y volteando las mesas, pensé que sabía hacia dónde iba la historia. Sería una parábola sobre los buenos modales.
Pero luego resultó que la aparente rudeza de Jesús no había sido inapropiada. El punto de la historia no era de modales en absoluto. Años después, al leer el relato en su contexto, vi que la historia no trataba sobre la ira apropiada o inapropiada; se trataba de la forma en que el Cristo, la Verdad, reprende todo lo que niegue la supremacía del Espíritu, el Amor divino. Eso es lo que Jesús estaba ilustrando.
En sus últimos días, Jesús entró en Jerusalén montado en una asna y las multitudes lo aclamaron como el Mesías, quien muchos esperaban que fuera una figura militar o un guerrero que armaría un ejército y expulsaría el dominio romano de Judea. Pero en lugar de expulsar a los romanos, Jesús fue al Templo y expulsó a los que cambiaban la moneda extranjera por la moneda local y a los que cobraban de más a los pobres por los animales para el sacrificio. Mientras lo hacía, dijo: “Escrito está: Mi casa, casa de oración será llamada; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones”.
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