A menudo escuchamos que es importante amarse a uno mismo, que para amar a los demás primero debemos amarnos a nosotros mismos. Pero ¿qué significa eso?
La mayoría de las religiones del mundo enseñan que debemos “hacer a los demás lo que queremos que nos hagan a nosotros” (Mateo 7:12, New Living Translation). Las iglesias cristianas llaman a esto la Regla de Oro que Cristo Jesús enseñó. También enseñó lo siguiente: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, y dijo que este era el segundo de dos grandes mandamientos. El primero, y el más grande, es: “Debes amar al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mateo 22:37-39, NLT).
En el contexto de estos mandamientos bíblicos, amarnos a nosotros mismos significa mucho más que simplemente sentirnos bien acerca de quiénes somos; y esto no significa que seamos egoístas. Es una demanda divina comprender y amar nuestra verdadera individualidad a medida que nuestra comprensión y amor por Dios aumentan. El libro Primera de Juan en la Biblia afirma: “Dios es amor” (4:16), y el libro de texto de la Ciencia Cristiana lo amplía: “‘Dios es Amor’. Más que esto no podemos pedir, más arriba no podemos mirar, más lejos no podemos ir” (Mary Baker Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 6). Amarnos a nosotros mismos es conocer nuestra verdadera individualidad como la expresión de Dios, el Espíritu infinito: conocer nuestra verdadera naturaleza espiritual.
Cuando nos amamos a nosotros mismos de esta manera, naturalmente nos sentimos cerca de Dios. Y al conocer mejor a Dios, nos encontramos más receptivos al cuidado y al amor que Él tiene por nosotros. Hay tres aspectos en estos dos grandes mandamientos: el amor a Dios, el amor a nuestro prójimo y el amor a nosotros mismos. Juntos, son como un taburete de tres patas. Nuestro amor se mantiene seguro cuando se afianza en las tres patas. A medida que amamos más a Dios, “le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19), y descubrimos que naturalmente podemos amar más a los demás y amarnos a nosotros mismos.
A medida que nuestro amor por Dios se expresa cada vez más en el amor por los demás, perdemos todo sentido de que dicho amor pueda ser agobiante o selectivo porque está arraigado en Dios, el Amor infinito. Puede que no nos caigan bien todas las personas con las que nos encontramos, pero podemos amarlas. En otras palabras, podemos amarlas al verlas como Dios las ve. Y lo mismo ocurre con amarnos a nosotros mismos. Por ejemplo, puede que no nos guste impacientarnos con demasiada frecuencia, pero a medida que honramos los dos grandes mandamientos y somos receptivos al amor de Dios por nosotros, un sentido humano de nuestra identidad como mortales impacientes cede ante la creación divina, perfecta (y paciente) de Dios que cada uno de nosotros realmente es. Esto lleva el amar a un nivel más alto que el amor finito y personal. También nos impide pensar que nos vamos a querer más “cuando”: cuando perdamos peso, cuando encontremos un trabajo diferente, cuando encontremos a alguien con quien casarnos, etc.
Cuanto mejor comprendemos a Dios, mejor vemos nuestro verdadero yo; no en términos de rasgos de la personalidad humana, como fortalezas/debilidades, gustos/disgustos o atributos físicos positivos/negativos, sino como linaje de Dios. Esto nos impide involucrarnos en la superación personal o la autocrítica crónicas. Cuando nos sentimos tentados a ver algo que no es la semejanza de Dios en nosotros mismos o en los demás, la oración dirige nuestro pensamiento hacia el cielo, hacia la explicación bíblica de que todos nosotros somos la imagen o el hijo de Dios (véase Génesis 1:26, 27). Esto significa que jamás podemos estar separados de Dios, el bien, y podemos comprender nuestra plenitud como una idea divina de la Mente divina e infinita, Dios.
Ciencia y Salud afirma, refiriéndose a la verdadera identidad de cada uno de nosotros: “El hombre es la idea, la imagen, del Amor; no es el físico. Es la compuesta idea de Dios, incluyendo todas las ideas correctas; …” (pág. 475). La Ciencia Cristiana enseña que vernos a nosotros mismos de esta manera es natural para nosotros —el Amor divino nos dio esta capacidad— y es la base de toda satisfacción verdadera. A medida que conocemos mejor a Dios, vemos nuestra identidad más en términos de las cualidades espirituales derivadas de Dios, como el altruismo, la alegría, la confianza y la ecuanimidad.
Nuestra historia humana de faltas y rasgos desagradables puede parecer un obstáculo temporal para amarnos a nosotros mismos, pero no nos puede impedir que experimentemos amor. La Ciencia Cristiana explica las características mortales tales como el miedo, la duda, la condenación propia y la voluntad humana como falsificaciones de nuestra identidad espiritual como imagen del Amor. Dios nos da nuestra verdadera naturaleza. Debido a que Dios no puede crear algo desemejante a la divinidad, este tipo de rasgos comienzan a perder su control sobre nosotros y nuestra opinión de nosotros mismos a medida que los corregimos, y esto resulta en la curación.
Después de haber orado de esta manera por algún tiempo, un problema de salud con el que había estado luchando durante algunos años de repente cedió. También perdí bastante exceso de peso relacionado con el problema, sin cambiar específicamente la forma de comer o mi nivel de actividad. Lo que cambió fue la profundidad de saber que, a medida que nos amamos a nosotros mismos, sabemos que somos perfectos ahora, no que seremos perfectos algún día. No somos un proyecto en desarrollo, sino la idea siempre brillante del Amor infinito, que refleja generosidad, bondad e inocencia. Saber esto nos ayuda a tener un mayor amor y compasión por los demás que se derrama sobre el mundo.
Dios causa todo el amor que realmente existe, y el ejemplo de Jesús de amar a Dios con todo su corazón, alma y mente y amar a su prójimo como a sí mismo es el que cada uno de nosotros puede esforzarse por emular. Puesto que Dios nos ama a todos de manera ilimitada y permanente, siempre tenemos una base desde la cual amar. Y esto bendice no solo a los que están en nuestra experiencia y más allá, sino también a nosotros.
Larissa Snorek, Redactora Adjunta
