Durante mucho tiempo, no creí en el perdón. En realidad, si creía que alguien me había hecho daño, me sentía con derecho a guardar rencor hasta que estuviera lista para superarlo. Y eso no significaba perdonar; significaba que estaba enojada hasta que ya no tenía ganas de estarlo. Entonces, hace unos dos años, algo cambió.
Durante mi último año del bachillerato, no veía el momento de ir al baile de graduación. Una de mis amigas me preguntó si podíamos ir juntas, ya que ninguna de las dos tenía un acompañante, y acepté.
Sin embargo, a medida que se acercaba el baile de graduación, mi amiga parecía menos entusiasmada. Cuando hablamos de ello, me dijo que ya no quería ir al baile de graduación, porque tenía otras cosas en las que tenía que concentrarse. Me decepcionó, pero lo entendí.
Decidí ir al baile con otros amigos, y deseaba que llegara el momento. Pero cuando compré mi boleto, la mujer que los distribuía reveló que mi amiga iría al baile de graduación con otra persona. Me sentí muy decepcionada, pero sobre todo, no podía creer que me hubiera mentido. Estaba muy enojada.
El baile de graduación fue muy divertido, pero en los meses que siguieron, sentí oleadas de resentimiento hacia mi amiga. Hablé con ella al respecto y me pidió disculpas. Pero no quería admitir que me había mentido, y yo no podía dejar a un lado todos los detalles que indicaban que lo había hecho. Cada vez que pensaba que estaba superando la situación, la ira volvía a surgir. Lo que parecía una traición me abrumaba.
Una noche, rompí a llorar. Me di cuenta de que esta ira no iba a desaparecer por sí sola y que tenía que lidiar con ella. Crecí en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, así que sabía que volverme a Dios al menos podría brindarme consuelo. Pero durante mucho tiempo, había pensado que podía acudir a Dios solo para ciertos problemas; como si no valiera la pena orar por algunas cosas porque Dios tenía asuntos más importantes que atender.
Esa noche, leí algunos de los escritos de la Descubridora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy, que me ayudaron a consolarme. Estas fueron las dos ideas simples pero poderosas que me llamaron la atención: “La Verdad es el remedio de Dios para el error de toda clase, y la Verdad destruye sólo lo que no es verdadero” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, págs. 142-143), y, “En la Ciencia divina se reconoce a Dios como el único poder, la única presencia y la única gloria” (No y Sí, pág. 20).
Esto me ayudó a comprender que la Verdad, Dios, es el remedio para todo tipo de problemas, no solo los problemas o enfermedades graves. Pensé mucho en estas ideas y me esforcé por tratar de perdonar.
Mientras luchaba por perdonar a mi amiga, recordé que, como creación de Dios, todos partimos desde un lugar de perfección. La Biblia nos dice en el primer capítulo del Génesis que hemos sido creados perfectamente: a la imagen y semejanza de Dios. Somos infinitamente amorosos y puros, tal como Dios nos hizo. Esas cualidades son indestructibles. Sabía que esto era cierto tanto para mi amiga como para mí, y a medida que aceptaba que esto era realmente ella, me sentía más en paz con la situación.
Ahora veo el perdón de manera diferente; es entender que la maldad no es parte de Dios ni de Su creación, por lo que no es la realidad del ser de nadie. Esto no excusa las acciones de alguien, pero puede ayudarnos a ver a las personas por lo que son espiritualmente y librarnos del resentimiento o la tristeza.
Una noche, me liberé por completo del resentimiento hacia mi amiga cuando cantamos en la iglesia el himno titulado “La oración vespertina de la madre”. He escuchado este himno del Himnario de la Ciencia Cristiana toda mi vida, pero en ese momento, estas palabras me llamaron la atención:
Que por la ingratitud, por el desdén,
por cada lágrima halle, alegre, el bien;
En vez de miedo y odio, quiero amar,
pues Dios es bueno y Él me hará triunfar.
(Mary Baker Eddy, Himno N.° 207)
El concepto de esperar y amar más en vez de sentir “miedo y odio” resonó profundamente en mí. A veces es muy fácil sentirse consumido por emociones como la ira o la tristeza. Puede ser gratificante guardar rencor contra alguien que te ha lastimado. En la situación con mi amiga, yo llevaba ese resentimiento conmigo, y aunque al principio me resultaba más fácil hacerlo, era una forma de sentirme terrible todo el tiempo. Ser incapaz de perdonar me agobiaba.
Pero saber que, en realidad, Dios creó a todos Sus hijos para amar —para ser incapaces de hacer daño o herir a otro— es liberador. Cuando finalmente reconocí que esta persona era la hija perfecta de Dios y por lo tanto no podía lastimarme, pude perdonarla y me sentí libre. Me di cuenta de que esperar y amar más era la forma en que quería seguir adelante.
Estoy muy agradecida a Dios por mi renovada comprensión del perdón.
