Mi primo y yo, junto con dos amigos, estábamos en un viaje de pesca en una zona silvestre de Canadá. Habíamos montado nuestra tienda de campaña a la orilla de una pequeña península que se extendía sobre un gran lago. Eran alrededor de la una o dos de la madrugada cuando alguien gritó: “¡Ayúdenme!”. Grandes olas en el lago rompían justo afuera de nuestra tienda y los vientos huracanados amenazaban colapsarla. Comenzó a entrar lluvia y a empapar nuestras cosas.
El viento golpeaba la tienda con tal fuerza que una de las abrazaderas que sostenían el techo se había roto y otra estaba doblada y corría serio riesgo de romperse. Mi primo y yo salimos de un salto de nuestras bolsas de dormir y pusimos nuestros hombros contra la pared, donde el techo parecía estar a punto de ceder.
En la Biblia, un salmo afirma: “Dios es nuestro refugio y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos aunque la tierra sufra cambios, y aunque los montes se deslicen al fondo de los mares; aunque bramen y se agiten sus aguas, aunque tiemblen los montes con creciente enojo... El Señor de los ejércitos está con nosotros; nuestro baluarte es el Dios de Jacob” (Salmos 46:1-3, 7, LBLA).
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