A la mitad de mi programa de estudios de cuatro meses en el extranjero en España, recibí una llamada de un colega en los Estados Unidos. “No podremos volver a contratarte cuando regreses de España”, dijo. Hubo un silencio momentáneo mientras luchaba por comprender el impacto de esa noticia.
Había dejado mi trabajo dos meses antes con la seguridad de que me volverían a contratar al final del programa en el extranjero. Mi colega lo sabía y explicó que no tenía nada que ver conmigo ni con mi desempeño. Nuestro empleador simplemente había instituido una congelación de contrataciones como parte de una iniciativa para reducir costos, y yo era una víctima involuntaria de esa congelación.
La noticia fue devastadora. Mi esposo y yo éramos una familia con dos ingresos, y esperábamos depender de mi sueldo no solo para pagar el viaje, sino también para permitirme continuar mi educación y completar mi título sin incurrir en deudas. Como todavía me quedaban dos meses en España, me pareció prudente comenzar una búsqueda de trabajo a larga distancia de inmediato. Caminé hasta el cibercafé más cercano, encontré un asiento vacío y comencé mi búsqueda.