En un capítulo anterior de mi vida, tuve la fortuna de encontrarme en un campo de investigación y rehabilitación para orangutanes en Borneo, Indonesia. A veces, los bebés de orangután salvajes eran capturados y mantenidos como mascotas. Inevitablemente, crecían demasiado y los ponían en jaulas demasiado pequeñas. Los afortunados eran descubiertos y los enviaban a campamentos como en el que yo estaba, y con el tiempo eran devueltos a su hábitat natural.
Probablemente había alrededor de dos docenas de orangutanes que habían estado en cautiverio viviendo alrededor del campamento. Dos de ellos eran adolescentes. A distancia parecían casi idénticos. Sin embargo, Rombe era amigable y el otro, Rico, era peligroso. De hecho, había estado aterrorizando a la gente en el campamento, especialmente a las mujeres.
Una tarde, estaba sola cuando me encontré con un orangután solitario en el camino. Reconocí la cara —o eso pensé— así que no tuve miedo. (Para cualquiera que no esté familiarizado con estos maravillosos simios de color naranja, un orangután adulto tiene de cinco a siete veces la fuerza de un humano.) Cuando el animal se acercó rápidamente, de repente me di cuenta de que era Rico. En cuestión de segundos comenzó a atacarme. Grité pidiendo ayuda. Muy pronto llegaron algunos miembros del personal y ahuyentaron a Rico. Pero para entonces mis piernas estaban magulladas y arañadas y había una desagradable mordedura que sangraba.
Después de que me ayudaron a llegar a mi cabaña, hice lo que siempre he hecho en tiempos de crisis: recurrí a mi ejemplar de bolsillo de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, escrito por Mary Baker Eddy. Con manos temblorosas lo abrí al azar. Mis ojos se posaron en este pasaje: “No temas que la materia pueda doler, hincharse e inflamarse como resultado de una ley de cualquier índole, cuando es evidente de por sí que la materia no puede tener dolor ni inflamación. Tu cuerpo no sufriría más debido a la tensión o las heridas que el tronco de árbol que cortas o el cable eléctrico que estiras, si no fuera por la mente mortal” (pág. 393).
Era exactamente lo que necesitaba. De inmediato, pude calmarme y comencé a contemplar cómo esta verdad se relacionaba con mi situación. Poco después, llamaron a mi puerta. Era Dayak, uno de los rastreadores indígenas que trabajaba para el campamento. Practicaba un tipo de medicina tradicional que incluía apelar a los dioses a los que estaba acostumbrado a orar, y venía a ofrecérmela.
Le agradecí su oferta, pero le dije que tenía mi propio método de tratamiento espiritual y que estaría bien. Expresó su preocupación de que hubiera una infección debido a la herida provocada por la mordedura y al clima húmedo de la jungla. Yo ya había limpiado la herida lo mejor que pude y nuevamente le aseguré que estaría bien.
Además del temor a la infección, había otros dos asuntos que necesitaba abordar en mis oraciones. Uno era la sensación de que estaba aislada de cualquier ayuda si mi condición empeoraba. La ciudad más cercana estaba a seis horas en bote, solo que no había botes disponibles. Tampoco había teléfono; solo una radio bidireccional que funcionaba mal. Y el otro problema era el sentimiento de que Rico era un animal malvado.
Estoy agradecida de que ninguna de estas preocupaciones haya durado mucho. Asistí a una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana desde niña y aprendí que Dios está en todas partes, por lo que pronto recuperé la sensación de seguridad. Asimismo, siempre había amado a todos los animales. Era natural para mí querer ver a Rico como la creación perfecta de Dios y, por lo tanto, inofensivo y útil. Si bien era cautelosa con él, también sentía amor y compasión por él; había pasado años en una jaula después de que mataron a su madre.
Tuve que lidiar con la evidencia de una infección; durante bastante tiempo, la piel que rodeaba la herida no era normal. Finalmente, pude llamar a un practicista de la Ciencia Cristiana, que vivía a mil kilómetros de distancia, para pedirle tratamiento. Durante las siguientes semanas oró por mí, aunque parecía que la herida no se estaba sanando. Un día, cuando estaba hablando por teléfono con él, le pregunté: “¿Qué más puedo saber u orar? Siento que lo hemos hecho todo”.
El practicista dijo: “Entonces, ¿por qué no aceptas que estás sana?”.
¡Oh!, pensé. “¡Bueno, entonces lo haré!”. Y así lo hice. Dejé de revisar la herida y dirigí mi atención y oración a otras cosas. No puedo decir exactamente cuándo sucedió, pero en algún momento la herida se cerró y la textura de la piel volvió a la normalidad.
Una ventaja adicional a esta curación fue escuchar que tiempo después de que dejé el campamento, Rico fue trasladado a un lugar lejano en la jungla donde podía vivir feliz y en libertad, lejos de los humanos.
En los siguientes cuarenta años he experimentado innumerables curaciones a través de la oración; entre ellas, de dificultades maritales, el hábito de fumar, desempleo, bursitis y un disco aplastado en la columna vertebral. Estoy muy agradecida por la Ciencia Cristiana y los practicistas que me han apoyado, guiado y querido.
Siento que he vislumbrado algo de la verdad de esta afirmación: “Dios es la Vida, o inteligencia, que forma y preserva la individualidad y la identidad de los animales así como la de los hombres” (Ciencia y Salud, pág. 550).
Gina McMurchy-Barber
Surrey, Columbia Británica, Canadá
