Hace varios años, en un fresco fin de semana de otoño, fui con un amigo a dar un paseo en bicicleta de montaña. La primera sección del sendero estaba resbaladiza, con una capa de hojas recién caídas que cubrían el suelo y ocultaban raíces y rocas. Mientras descendía lentamente una colina, mi rueda delantera golpeó uno de esos obstáculos ocultos y me caí. El impacto en mi rodilla fue muy doloroso, pero también me sentí tonto por caerme mientras avanzaba lentamente. Aunque debería haber recurrido a la oración de inmediato, simplemente hice a un lado el incidente y disfruté el resto de nuestro viaje a través del bosque otoñal mientras el dolor se desvanecía.
No obstante, veinticuatro horas después, el dolor había regresado y me costaba caminar. Comencé a orar con fervor. Pude llegar a mi oficina el lunes, pero no sentí mucha mejoría física. Después de un día de trabajo, salí de la oficina y empecé a caminar hacia la estación de tren.
Al cruzar la calle, un conductor que estaba haciendo un giro en U me golpeó y luego se alejó a toda velocidad. Me resulta natural acudir a Dios en busca de inspiración, guía y curación en momentos de necesidad, así que eso es lo que quería hacer en ese instante. Pero, aunque estaba agradecido de poder llegar a la estación de tren, la ira hacia el conductor me impedía orar.
Cuando llegué a casa, llamé a mi madre, una experimentada Científica Cristiana, para pedirle que orara conmigo. Ella compartió conmigo varias ideas de la Biblia, artículos de las revistas de la Ciencia Cristiana y una de sus propias experiencias de curación relacionada.
Un versículo que me señaló fue: “Guárdame, oh Dios, porque en ti he confiado” (Salmos 16:1). Vi que podía confiar en Dios para mi seguridad, protección y salud. Razoné que, dado que Dios es la causa y el creador únicos, no había nadie que pudiera causar o ser responsable de un accidente. También me di cuenta de que Dios preserva universalmente a Su creación, e incluye a todos Sus hijos. Puesto que Dios me preservaba de cualquier daño, también debía estar preservando al conductor para que no causara daño ni hiciera mal.
En su Sermón del Monte, Jesús nos dice que amemos a nuestros enemigos. En esta situación, interpreté sus palabras en el sentido de que debía amar —y perdonar— al conductor. También entendí que yo había sido tan inocente como ese conductor cuando andaba en bicicleta por la montaña unos días antes. Yo no podía ser la causa de un accidente y no podía dañarme. Esa comprensión me permitió empezar a perdonarme a mí mismo también.
Temprano a la mañana siguiente, leí esta declaración de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Todas las criaturas de Dios, moviéndose en la armonía de la Ciencia, son inofensivas, útiles, indestructibles” (Mary Baker Eddy, pág. 514). Esto reafirmó mis oraciones de la noche anterior. Vi que el conductor no podía haberme hecho daño de verdad y, como expresión de Dios, solo podía hacer el bien y bendecir a los demás. Sentí que perdonaba totalmente al conductor y estaba libre de todo dolor físico y perturbación mental relacionada con ese suceso.
Por la misma lógica, sabía que no podía haberme causado daño a mí mismo mientras andaba en bicicleta, pero me resultaba difícil liberarme de la culpa. Todavía sentía algo de dolor por la caída en la montaña, pero las cosas mejoraban a medida que continuaba reconociendo mi inocencia espiritual.
Esa noche, mi madre me contó que había estado pensando en la historia bíblica de Sadrac, Mesac y Abed-nego. Los habían arrojado a un horno de fuego porque ellos insistían en adorar al único Dios. Pero esa misma adoración los protegió en el horno, y resultaron ilesos. Cuando salieron, todos vieron “a estos varones, cómo el fuego no había tenido poder alguno sobre sus cuerpos, ni aun el cabello de sus cabezas se había quemado; sus ropas estaban intactas, y ni siquiera olor de fuego tenían” (Daniel 3:27). Al aplicar esto a mi propia situación, vi que no podía haber efectos persistentes de mis experiencias recientes ni ninguna culpa asociada con ellas, para mí o para cualquier otra persona.
Recuperé rápidamente el uso completo de ambas piernas y no experimenté más efectos de ninguno de los incidentes.
Estoy agradecido por las oportunidades que he obtenido, a través de la Ciencia Cristiana, de seguir las enseñanzas de Cristo de manera práctica.
Ken Baughman
Natick, Massachusetts, EE. UU.