Hace varios años, en un fresco fin de semana de otoño, fui con un amigo a dar un paseo en bicicleta de montaña. La primera sección del sendero estaba resbaladiza, con una capa de hojas recién caídas que cubrían el suelo y ocultaban raíces y rocas. Mientras descendía lentamente una colina, mi rueda delantera golpeó uno de esos obstáculos ocultos y me caí. El impacto en mi rodilla fue muy doloroso, pero también me sentí tonto por caerme mientras avanzaba lentamente. Aunque debería haber recurrido a la oración de inmediato, simplemente hice a un lado el incidente y disfruté el resto de nuestro viaje a través del bosque otoñal mientras el dolor se desvanecía.
No obstante, veinticuatro horas después, el dolor había regresado y me costaba caminar. Comencé a orar con fervor. Pude llegar a mi oficina el lunes, pero no sentí mucha mejoría física. Después de un día de trabajo, salí de la oficina y empecé a caminar hacia la estación de tren.
Al cruzar la calle, un conductor que estaba haciendo un giro en U me golpeó y luego se alejó a toda velocidad. Me resulta natural acudir a Dios en busca de inspiración, guía y curación en momentos de necesidad, así que eso es lo que quería hacer en ese instante. Pero, aunque estaba agradecido de poder llegar a la estación de tren, la ira hacia el conductor me impedía orar.