El libro de John Bunyan El progreso del peregrino es valorado como una de las obras de ficción teológica más significativas de la literatura inglesa. Describe la larga y penosa búsqueda de nuestro héroe, “Cristiano”, por la “Ciudad Celestial”, el reino de Dios.
Irónicamente, la premisa de esta historia, considerada como la primera novela escrita en inglés, es el mito de que el reino de Dios está lejos de todos. No obstante, hace más de 2.000 años, Cristo Jesús quiso asegurarse de que sus seguidores no se dejaran engañar por este mito. El mismísimo primer mandamiento de su ministerio público fue: “Arrepentíos [es decir, del griego original, cambia tu perspectiva], porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 4:17). “Se ha acercado”, significa “realmente, estás aquí, en el reino, ahora mismo”.
En el relato de Lucas, al recalcar la naturaleza completamente mental del reino de Dios y nuestro lugar en él, Jesús describe este reino como, no solo muy cercano, sino “dentro de ti” (Lucas 17:21, KJV). San Juan el Revelador, en el libro del Apocalipsis, va aún más lejos y describe con detalles simbólicos “la santa ciudad, la nueva Jerusalén” (21:2).
A pesar de los mejores esfuerzos de Jesús y Juan, nuestra cultura todavía vive con el mito de un reino de Dios lejano.
Mary Baker Eddy, en su inspiradora obra Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, nos anima a entrar, mentalmente, en este reino de Dios. Refiriéndose al Revelador al describir “un cielo nuevo y una tierra nueva”, ella nos pregunta: “¿Te has figurado alguna vez este cielo y esta tierra habitados por seres bajo el control de la sabiduría suprema?” (pág. 91).
Ella, en realidad, se está refiriendo a nuestra casa. Nuestro verdadero hogar.
Debo admitir que las primeras veces que leí la descripción de Juan de esta ciudad santa, me pareció un poco llamativa. Oro y piedras preciosas por todas partes, incluso puertas nacaradas. Pero poco a poco he percibido la superlativa valoración que hace Eddy de la capacidad de San Juan para ver y apreciar esta Nueva Jerusalén.
Ella estimaba mucho la visión de Juan, la cual, señala, le llegó “mientras él aún moraba entre los mortales” (Ciencia y Salud, pág. 576).
La belleza que San Juan detalla es, por supuesto, un símbolo de la perfección espiritual de este, nuestro verdadero hogar.
De hecho, he llegado a apreciar que cada una de la variedad de detalles que Juan incluye en su descripción, tiene un significado simbólico. Lo más preciado para mí es la descripción que hace Juan de la relación súper cercana del hombre con Dios. Al comienzo de su descripción de la “ciudad santa”, dice que escuchó “una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Apocalipsis 21:3).
Eugene Peterson, en su paráfrasis de este versículo, ha capturado la intimidad de esta relación. Él escribe: “Dios [está] ... ¡formando su hogar con hombres y mujeres! Ellos son su pueblo, él es su Dios” (The Message).
Juan no solo subraya cuán cerca está el hombre de Dios, sino que también enfatiza la naturaleza tierna y amorosa de esta relación: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos” (Apocalipsis 21:4).
Hace mucho tiempo tuve ocasión de profundizar mi comprensión de lo que significa residir en el reino de Dios. Me enviaron a dar algunas conferencias en África Occidental. Gran parte de la gira sería en Nigeria. Esto tendría lugar durante una guerra civil en ese país, conocida como la Guerra de Biafra. Mientras bordeaba la zona de conflicto, tuve que pasar por varios puntos de control conocidos por las extorsiones ocasionalmente violentas.
La guerra estaba llegando a su fin, pero las imágenes de la guerra, tal como se mostraban en las noticias de la noche, eran exactamente lo opuesto a la imagen de Juan del reino de Dios. Se me ocurrió que, en este viaje, tendría la gran necesidad de orar con eficacia, así que comencé a orar. Empecé a centrar mi pensamiento en lo que Eddy llama “la panoplia del Amor”, una protección total, lo que entendí como una especie de campo de fuerza de seguridad con una armadura sin grietas (Ciencia y Salud, pág. 571).
Pero entonces se me ocurrieron dos cosas.
Una, que no tenía que esperar. Ya podía —antes de salir de viaje— establecerme mentalmente en el reino de Dios. Después de todo, no estaba ubicado en un lugar geográfico. Por el contrario, era el gobierno universal y omnipresente del Amor divino.
Dos, que, en lugar de adoptar la postura de estar a la defensiva para protegerme, podía ir adelante con la consciencia de que este reino de Dios ya estaba habitado “por seres bajo el control de la sabiduría suprema”, totalmente bajo la supremacía de la sabiduría.
Para mí, esto se convirtió en una descripción precisa de mi hogar, es decir, una descripción del espacio mental en el que vivía. Estaba estableciendo mi residencia en el reino de Dios. Humanamente hablando, quienes residían donde vivía en aquella época eran de Pittsburgh del suroeste de Pensilvania. Pronto serían nigerianos, igbos y yorubas del sur de Nigeria. Descubrí que era capaz de sentir espiritualmente que todos éramos parte del “paisaje humano” del reino espiritual de Dios. Este reino era en realidad el único lugar en el que podíamos vivir, y no podíamos estar fuera de ese reino.
No siempre fue fácil, pero con cierta constancia pude apartarme de la idea de que estaba en un espacio que necesitaba protección, al reconocimiento de que estaba en el reino del Amor divino, compartiendo este espacio con los hijos de Dios, mis hermanos y hermanas espirituales.
Esta forma de orar permaneció conmigo durante toda la gira de conferencias. Fue un complemento perfecto para las ideas de la conferencia, la cual se centraba en descubrir la creación espiritual de Dios, la verdadera identidad de cada residente del reino del Amor. Sólo en una ocasión un caudillo armado con una ametralladora me exigió un “impuesto de circulación”. Y él aceptó con mucho agrado un ejemplar de Ciencia y Salud en lugar de los impuestos.
Para mí, la parte más hermosa de este reino de Dios no es tanto el “paisaje del entorno” como el “paisaje de la gente”: la rica diversidad de individuos que habitan esta ciudad santa, cada uno de los cuales expresa hermosas cualidades divinas, infinitamente indispensables, matizadas y variadas, como las gemas preciosas que San Juan identifica como parte del reino.
Sobre todo, al “entrar” en este reino, siento el poder vivificador de aquel “que estaba sentado en el trono” (Dios), que anuncia: “He aquí, yo hago nuevas todas las cosas”, y que “estas palabras son fieles y verdaderas” (Apocalipsis 21:5).