Cuando las cosas parecen de alguna manera injustas o profundamente perturbadoras, puede ser muy fácil sentirse frustrado y reaccionar con ira. Lo sé; me ha pasado. Cuando sentimos que las cosas han salido terriblemente mal o que hemos sido agraviados, debe haber una mejor manera de responder que con acusaciones, justicia propia o indignación.
Podemos encontrar una respuesta sanadora en un relato bíblico. Los discípulos de Jesús tenían miedo. Las cosas iban muy mal, y habían arrestado a Jesús. Pedro, uno de los discípulos, sintió que debía oponerse a ello. Desenvainó una espada y atacó, cortándole la oreja a uno de los enviados a arrestar al Maestro. ¿Qué hizo Jesús? Reprendió al discípulo y restauró la oreja del hombre (véase Lucas 22:49-51).
Puede parecer justificable que, cuando se está desanimado o enojado, se reaccione arremetiendo de alguna manera, pero Jesús enseñó algo diferente. Ejemplificó una maravillosa humildad y falta de deseo de venganza. Su impulso era hacer el bien —sanar— en vez de deleitarse con el acto violento de Pedro o reaccionar con dureza ante la agresión contra él.
¿Cómo seguimos a Jesús de esta manera? Podemos expresar humildad como él lo hizo. La humildad no es una aceptación pasiva del mal. Es, en cambio, estar dispuestos a volvernos a Dios fiel y diligentemente y ceder nuestras opiniones e impulsos humanos al hecho de que Dios tiene, en realidad, el completo control de nuestras vidas; las vidas de todos, en todas partes.
Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana y Fundadora de esta revista, escribió un poderoso pasaje en su libro Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras que ayuda a explicar cómo Jesús pudo sanar situaciones violentas, pecaminosas y aparentemente sin esperanza. Ella escribió: “Jesús veía en la Ciencia al hombre perfecto, que aparecía a él donde el hombre mortal y pecador aparece a los mortales. En este hombre perfecto el Salvador veía la semejanza misma de Dios, y esta manera correcta de ver al hombre sanaba a los enfermos” (págs. 476-477).
¿Es realmente posible que veamos a este “hombre perfecto”? ¿Quién es el hombre perfecto? Dios creó esta verdadera identidad de cada uno de nosotros a Su imagen y semejanza, que refleja toda la bondad, la inteligencia y el amor de Dios. Ninguno de nosotros es, en realidad, un ser humano temeroso o intimidante, sino que cada uno es, en cambio, el heredero de la semejanza misma de Dios, incluidas la integridad, la inocencia y la bondad. Contemplamos al hombre perfecto a medida que renunciamos humildemente a nuestras limitadas concepciones humanas de unos y otros, con nuestros gustos y disgustos personales, y nos esforzamos por comprender que la identidad que Dios creó es totalmente espiritual, Su propio hijo precioso, y que todos somos hermanos y hermanas bajo este linaje divino.
Esforzarse por contemplar a cada uno de nosotros como hijos de Dios nos ayuda a comprender que todos ellos están unificados bajo Su gobierno; no son definidos por la crianza humana ni son susceptibles a la hostilidad. Esta comprensión pone en primer plano el sentido espiritual del ser que es en verdad innato a cada uno de nosotros. Esto calma la ira, la justificación propia e incluso un sentido de victimización al reconocer que estos rasgos no son componentes de la creación de Dios, el Espíritu. Cuando la sensación de que el mundo no tiene esperanza trata de avasallarnos a través del miedo, la preocupación, el desánimo, el dolor o la sensación de ser un fracaso, podemos inclinarnos ante Dios y Su verdadera visión de todos. Y descubrimos que este sentido espiritual es lo suficientemente poderoso como para renovar la esperanza y elevar o corregir cualquier circunstancia.
La Sra. Eddy dio este gran consejo a sus estudiantes: “Estimad la humildad, ‘velad’ y ‘orad sin cesar’ o equivocaréis el camino hacia la Verdad y el Amor. La humildad no es una entremetida: no tiene momentos para inmiscuirse en los asuntos ajenos, no tiene lugar para la envidia, ni tiempo para palabras vanas, diversiones fútiles, y toda la etcétera de los medios y métodos del sentido personal” (Escritos Misceláneos 1883-1896, págs. 356-357).
Apreciar la humildad es entender su absoluta importancia en nuestras vidas y permitirle anular la decepción y la ira y traer el bálsamo sanador del Amor divino. El sentido personal, el deseo obstinado de que las cosas salgan a nuestra manera pase lo que pase, es un impulso hipnótico que tiende a tomar represalias cuando se le desafía. La humildad confronta esta obstinación al abrir nuestro corazón a la Verdad, la Vida y el Amor divinos; a Dios. La ira se rinde ante un corazón amoroso; la confusión desaparece ante la bondad y el razonamiento veraz; y encontramos consuelo y seguridad al admitir la totalidad de la Vida y el Amor divinos.
Tener la humildad de confiar en Dios y amar al prójimo como hijo de Dios puede sanar desavenencias y decepciones de todo tipo. La humildad genuina perdona, consuela y conduce a nuevas oportunidades, y saca a relucir las posibilidades ilimitadas de Dios, el bien.
Thomas Mitchinson, Escritor de Editorial Invitado
