Hace varios años, una temporada navideña, me sentí decepcionada al pensar que me perdería la calma tranquila y santa de la Navidad; el sentido puro de la misma que tanto amaba. Anticipando estar rodeada de un ambiente comercial y sintiendo lástima de mí misma, decidí dar un paseo y pronto me encontré en un centro comercial lleno de gente.
Al girar para salir, escuché los tonos ricos y distintivos de una trompeta tocando la primera línea del villancico “¡Los ángeles cantan!”. Escuché, y en instantes el majestuoso sonido de un octeto de metales resonó en todo el centro comercial, un hermoso villancico tras otro.
Personas de todos los ámbitos de la vida dejaron de hacer lo que estaban haciendo y se reunieron para escuchar. Familias de compradores, dueños de tiendas, vendedores con carros de mano y niños de todas las edades sentados con las piernas cruzadas en el suelo, se centraron en el conjunto y la belleza de la música.
Cuando la interpretación se detuvo, todos se dispersaron excepto una niña pequeña que permaneció quieta, concentrada en la maravilla de la música, llena del espíritu de la temporada. Su expresión alegre y su comportamiento me despertaron de la decepción que había estado sintiendo. ¿Había estado tan envuelta en mis propios pensamientos que me había olvidado de ver y apreciar lo que más amaba de la Navidad: que el Cristo universal habla en los lugares más oscuros a todo corazón que escucha?
La inocencia de esa niña fue mi regalo de Navidad. Me sacudió de una tristeza mental y de enfocarme en mí misma. Más tarde ese día me senté bajo un árbol tropical y leí varios pasajes sobre la Navidad y el Cristo eterno de los escritos de Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana. Pensando en esa niña pequeña en el centro comercial y lo maravillados que estaban sus ojos, recordé el pensamiento puro de la Virgen María, la madre de Jesús.
Cuando el ángel Gabriel le anunció a María que daría a luz a Jesús —la expresión más elevada de la idea-Cristo en forma humana— María recibió la noticia con mansedumbre, asombro y expectación. “María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios. Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lucas 1:30-33).
Aunque el nacimiento virginal era algo que el sentido material nunca podría entender, y la mente carnal o el pensamiento mundano resistirían, incluso odiarían, María lo recibió y acogió humildemente. Con la voluntad y el asombro propio de una niña, ella abrió su corazón para recibir el amor de Dios y reconocer Su supremacía. Se llamaba a sí misma “la sierva del Señor”, y su conversación con Gabriel terminó cuando ella cedió al propósito de Dios con estas palabras amorosas: “Hágase conmigo conforme a tu palabra” (Lucas 1:38). Y después del nacimiento de Jesús, cuando Dios anunció las buenas nuevas a los pastores y vinieron a ver al bebé, María comprendió que estaba presenciando algo mucho más grande que ella misma. Ella “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lucas 2:19).
Debido a su pureza y sentido espiritual, María vislumbró una verdad sagrada y profunda sobre la Vida como Espíritu, Dios. La Sra. Eddy lo explica de esta manera: “La iluminación del sentido espiritual de María silenció la ley material y su orden de generación y dio a luz a su hijo por revelación de la Verdad, demostrando que Dios es el Padre de los hombres. El Espíritu Santo, o Espíritu divino, cubrió con su sombra el sentido puro de la Virgen-madre con el pleno reconocimiento de que el ser es Espíritu” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 29).
En su Sermón del Monte, Jesús dijo: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8). La pureza y el sentido espiritual de María le permitieron discernir al Cristo. Y el sentido espiritual que Dios nos ha dado nos permite a cada uno de nosotros ser receptivos al Cristo eterno que habla a la consciencia humana, diciéndonos que nuestra pureza es absoluta. Esta pureza proviene del hecho espiritual de que cada uno de nosotros es el reflejo de Dios, la única Mente divina, el Amor. A medida que reconocemos y atesoramos este hecho, el Cristo se afirma en la consciencia y nos abraza en su plenitud: la unidad del bien. Su presencia invisible está aquí, ahora, llamando constantemente a la puerta del pensamiento y apareciendo con poder y gracia, diciéndonos lo que es espiritualmente verdadero y real en el universo del Amor divino.
En este mismo momento, el Cristo está atravesando el temor y el odio para hacer tangible al Espíritu Santo, o Consolador, con nosotros. La palabra consuelo se deriva de una palabra latina tardía que significa “fortalecer, restaurar la fortaleza, vigorizar, sanar” (merriam-webster.com). Este Consolador, que Jesús prometió, nos fortalece al revelarnos y alentarnos acerca de nuestra inmortalidad y de la relación eterna de Dios con nosotros, Sus amados hijos. Este es “Emanuel, o 'Dios con nosotros’” (Ciencia y Salud, pág. xi), hoy y siempre.
En el Nuevo Testamento, el apóstol Pablo habla de “la sencillez que hay en Cristo” (2.° Corintios 11:3, KJV). Esta simplicidad es la manifestación pura y sin adulterar de Dios, libre de engaño y duplicidad. La simplicidad que está en Cristo nos libera del enredo de las tentaciones y los males mundanos, liberándonos para percibir nuestra verdadera identidad: la expresión pura del Alma.
Un testimonio reimpreso en el libro Escritos Misceláneos 1883-1896 de la Sra. Eddy dice: “La Verdad es, y siempre ha sido, sencilla; y a causa de su absoluta sencillez, nosotros, debido a nuestro orgullo y egoísmo, no la hemos percibido”. Este testificante experimentó que Cristo, la Verdad, viene a nosotros en la “sencillez de la demostración” (pág. 469). Se manifiesta en nuestra vida diaria cuando somos receptivos a la gracia de Dios.
La oscuridad y el odio del pensamiento de Herodes han intentado burlarse, destronar y destruir al Cristo de Dios, tanto antes como después del nacimiento de Jesús. Todavía trata de hacerlo hoy. Pero “la sencillez que hay en Cristo” borra el pensamiento de Herodes, o la mente carnal. Mantiene nuestro “ojo” solo, enfocado en Dios (véase Mateo 6:22).
¡El corazón de niño ve el bien como algo natural, y lo espera! Lejos de ser ingenuo, ese corazón es auténtico, confiado y original, arraigado en Dios. La Sra. Eddy escribe: “Los niños son más dóciles que los adultos y aprenden más fácilmente a amar las sencillas verdades que los harán felices y buenos.
“Jesús amaba a los niños por estar libres de maldad y por su receptividad al bien” (Ciencia y Salud, pág. 236).
Es exactamente por eso que los niños son receptivos al verdadero significado de la Navidad: la eterna manifestación del maravilloso Cristo de Dios, o la Verdad, que trae “paz, buena voluntad para con los hombres” (Lucas 2:14). A medida que fomentamos cualidades propias de un niño en nosotros mismos, nos volvemos más receptivos también.
Hace varios años, de repente me embargaron mareos, náuseas y dolor, y no podía funcionar. Yo era Lectora en mi iglesia filial de Cristo, Científico, y tenía que prepararme para dirigir la reunión de testimonios del miércoles por la noche, así que recurrí a Dios, anhelando sentir mi unidad con Él. Anhelaba sentir Su justicia, bondad y paz, y la seguridad y la curación que provienen al comprender que Él es Padre-Madre.
Lo que se me ocurrió fue defender con gratitud y alegría el trabajo que hacía al reconocer la autoridad divina para el puesto de Lectora y amar a nuestra congregación de la iglesia más que nunca. Entonces, como un niño, simplemente confié en que el Cristo me guiaría. Dejé de lado un falso sentido personal de responsabilidad; simplemente desapareció solo. Sentí mi legítima inocencia y valía. Con renovado valor me vi impulsada a prepararme para el servicio, y muy rápidamente recuperé la fuerza y la completa normalidad.
El Cristo inmortal trasciende el tiempo, el espacio, las fronteras, las culturas y todas las divisiones creadas por el hombre. Está aquí para siempre sanarnos y salvarnos de las creencias pecaminosas y materiales que el mundo pueda imponernos. Si anhelas sanar en tu vida, escucha al ángel que dice: “No temas”. Escucha al Gabriel que te imparte individualmente el ministerio, el “siervo del Señor”. Te está diciendo lo que le dijo a María: “Porque nada hay imposible para Dios” (Lucas 1:37).
Tal vez el pensamiento puro de esa niña pequeña en el centro comercial escuchó y sintió el mismo mensaje maravilloso. El mensaje universal del Cristo habla al corazón de niño en cada uno de nosotros a través de “la sencillez que está en Cristo”. Nos hace sentir humildad, nos enternece y sana. Abre nuestros ojos al amor de Dios que todo lo incluye, trayendo paz, alegría y curación a todos.
