Cuando escuché de niño por primera vez la historia bíblica de Sadrac, Mesac y Abed-nego en el horno de fuego (véase Daniel 3), me dejó una impresión perdurable. La imagen mental de la experiencia de estos jóvenes hebreos, condenados a morir en el fuego si no adoraban al ídolo que el rey Nabucodonosor había hecho erigir, pero que salieron completamente ilesos, fue aterradora e inspiradora para mí. Me preguntaba si alguna vez tendría el valor que ellos habían tenido o la fe en Dios que les dio ese valor.
Lo que más me impresionó fue su respuesta al rey justo antes de que fueran arrojados a las llamas: “He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará. Y si no, sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado”. Su devoción por servir a Dios, pase lo que pase, realmente me conmovió.
A lo largo de los años desde entonces, he pensado profundamente en su confianza inquebrantable en Dios, el bien, como el único poder y en cómo su sabiduría y valor moral al tomar tal posición eliminaron el miedo, abriéndoles el camino para experimentar la protección de Dios. Y, de hecho, el relato dice que el propio Nabucodonosor reconoció que los tres estaban ilesos porque “el Dios… de Sadrac, Mesac y Abed-nego [...] libró a sus siervos que confiaron en él”.