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La promesa y practicidad de “Dios con nosotros”

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 25 de septiembre de 2025


Cuando escuché de niño por primera vez la historia bíblica de Sadrac, Mesac y Abed-nego en el horno de fuego (véase Daniel 3), me dejó una impresión perdurable. La imagen mental de la experiencia de estos jóvenes hebreos, condenados a morir en el fuego si no adoraban al ídolo que el rey Nabucodonosor había hecho erigir, pero que salieron completamente ilesos, fue aterradora e inspiradora para mí. Me preguntaba si alguna vez tendría el valor que ellos habían tenido o la fe en Dios que les dio ese valor. 

Lo que más me impresionó fue su respuesta al rey justo antes de que fueran arrojados a las llamas: “He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará. Y si no, sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado”. Su devoción por servir a Dios, pase lo que pase, realmente me conmovió.

A lo largo de los años desde entonces, he pensado profundamente en su confianza inquebrantable en Dios, el bien, como el único poder y en cómo su sabiduría y valor moral al tomar tal posición eliminaron el miedo, abriéndoles el camino para experimentar la protección de Dios. Y, de hecho, el relato dice que el propio Nabucodonosor reconoció que los tres estaban ilesos porque “el Dios… de Sadrac, Mesac y Abed-nego [...] libró a sus siervos que confiaron en él”.

Al observar las vidas de estos tres individuos antes de esta experiencia, vemos que fueron reconocidos por su sabiduría y conocimiento, tanto que Nabucodonosor los promovió a posiciones de autoridad a pesar de que eran cautivos. Es evidente que vivieron su fe en Dios en lugar de hablar de ella. Es por eso que su primera respuesta fue: “Nuestro Dios a quien servimos puede librarnos”. Ya lo habían estado demostrando.

Al reflexionar sobre este relato bíblico en relación con mi estudio de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, escrito por Mary Baker Eddy, he llegado a verlo como mucho más que un ejemplo milagroso de intervención divina. Ciencia y Salud explica: “El Amor divino, que volvió inofensiva la víbora venenosa, que libró a los hombres del aceite hirviendo, del horno de fuego ardiendo y de las fauces del león, puede sanar al enfermo en toda época y triunfar sobre el pecado y la muerte. … Que esas maravillas no se repitan con mayor frecuencia hoy en día, surge no tanto de la falta de deseo como de la falta de crecimiento espiritual” (pág. 243).

Qué cierto es eso. El Cristo mismo— “la verdadera idea que proclama el bien, el divino mensaje de Dios a los hombres que habla a la consciencia humana. … que sana a enfermos y echa fuera los males, que destruye el pecado, la enfermedad y la muerte—” (Ciencia y Salud, pág. 332), que estaba con esos tres hombres en el horno de fuego, todavía está presente para salvar a la humanidad de la enfermedad, el pecado y la muerte. Y nos damos cuenta de esto cuanto más crecemos espiritualmente.

La Sra. Eddy escribe sobre las curaciones que Jesús logró durante su ministerio: “Ahora como entonces, estas obras poderosas no son sobrenaturales, sino supremamente naturales. Son la señal de Emanuel, o ‘Dios con nosotros’ —una influencia divina siempre presente en la consciencia humana y que se repite, viniendo ahora como fue prometida antaño—:

“A pregonar libertad a los cautivos [del sentido], Y vista a los ciegos; A poner en libertad a los oprimidos” (Ciencia y Salud, pág. xi).

 “Supremamente naturales”. ¡Qué maravillosa promesa se nos da!

Hace años, no mucho después de comenzar con mi familia un juego de fútbol americano de toque, me empujaron en un momento en que mi pie estaba atrapado en una depresión en el suelo. Escuché un chasquido y sentí un dolor intenso. Cojeé hasta los escalones del porche y me senté a ordenar mis pensamientos. Los miembros de mi familia vinieron a ver cómo estaba. Les dije que iba a orar y que siguieran con el juego.

Entré en la casa, me senté y me volví a Dios en oración en busca de consuelo y curación. Seriamente tomé la posición mental de que solo podía experimentar el bien, ya que Dios, el bien, es la única causa y Su amor me rodea. Declaré que soy hijo de Dios y que, puesto que Él es Espíritu, yo soy espiritual. Ningún evento material o supuesta ley podía limitarme o dañarme porque soy la creación perfecta del Espíritu. Mi pensamiento estaba tan lleno de las edificantes verdades que me venían de Dios que no había lugar para la duda o el temor. Al igual que esos hombres hebreos, confiaba en que Dios me libraría del mal.  

No obstante, cuando intenté ponerme de pie, no pude usar el pie. Vi un paraguas en el vestíbulo de entrada y lo agarré para usarlo como bastón. Pero tan pronto como puse mi peso sobre él, se deslizó por el suelo y todo mi peso pasó a mi pie herido. De hecho, me reí de la escena, al recordar esto de Ciencia y Salud: “Las pruebas enseñan a los mortales a no apoyarse en báculo material —caña cascada que traspasa el corazón—” (pág. 66).

Si bien no había nada de malo en usar algo para ayudarme a moverme, el mensaje para mí era que necesitaba —y podía— apoyarme en Dios, y solo en Dios, para sanar. Confié en que mi relación con Él es inquebrantable, intachable y perfecta.

Los días siguientes fueron todo un desafío. Pero estaba tan seguro de que la curación espiritual era supremamente natural que pude declarar con total certeza que el mal no tenía poder alguno para hacerme ponerlo por encima de Dios, para hacerme creer en él, inclinarme ante él o temerlo.

Dos semanas después, estaba en un avión que se dirigía a una convención al otro lado del país y pude caminar y estar de pie por horas durante varios días. Quedaba una ligera dificultad para caminar, y cuando un colega me preguntó al respecto, le dije que me había lastimado el pie pero que estaba dando cada paso con Dios. Preocupado por mi bienestar, dijo que lesiones como la mía podían provocar reumatismo o artritis en años posteriores si no eran atendidas por un médico. Pero no mucho después de la convención, sané por completo, y en las dos décadas transcurridas desde entonces, no he experimentado secuelas.

Después de la experiencia del horno de fuego, Sadrac, Mesac y Abed-nego ni siquiera tenían olor a fuego. La historia bíblica que me había fascinado de niño se ha vuelto muy práctica para mí al ayudarme a aprender a amar y confiar en Dios por encima de todo. Yo también puedo salir de experiencias difíciles sin que me toque nada desemejante a Dios, el bien.

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