El célebre jurista estadounidense Oliver Wendell Holmes dijo una vez: “Necesitamos educación en lo obvio más que la investigación de lo oscuro” (The New York Public Library Book Twentieth-Century American Quotations (New York: Warner Books, 1992), p. 161). Quizá haya aquí un mensaje útil sobre cómo abordar la práctica de la Ciencia Cristiana. Con este fin, podríamos mirar más de cerca uno de los puntos fundamentales de esta práctica, un punto que tal vez pensamos que conocemos, pero al que realmente nunca podemos prestar suficiente atención.
Cristo Jesús enseñó: “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:24). La verdad básica de que Dios, el Espíritu, es Todo, y que el hombre es la imagen y semejanza del Espíritu, es el fundamento en toda curación cristiana; y necesitamos ser completamente claros en este punto o limitaremos en gran medida la eficacia de nuestra oración. Incluso si sentimos que hemos aceptado la totalidad de Dios, ¿cuán profundamente hemos buscado el significado de ese concepto? ¿Y hasta dónde hemos estado dispuestos a llegar para enfrentar directamente aquello que negaría la omnipresencia del Espíritu es decir, la obstinada afirmación de la mente carnal de que la materia es la verdadera sustancia?
Uno de los puntos básicos de la Ciencia Cristiana es que Dios es la única Mente. La Mente divina se expresa en un universo de ideas espirituales, las cuales son todas ellas infinitas, eternas e incorpóreas, sin un solo elemento de materialidad. La materia no puede existir verdaderamente, y jamás ha existido, porque nunca ha tenido una consciencia que la conozca o la exprese. Puesto que no tiene creador, ni fuente, nunca ha habido un momento en el que pudiera haber surgido en primer lugar. En el universo de Dios, el único universo real, el sentido corpóreo, o carnal, del hombre no tiene registro alguno. Aquí el hombre resplandece como imagen y semejanza del Espíritu. Aquí no hay ni un gramo de materia, ni un solo centímetro cuadrado de piel, ni un solo órgano material o estructura de ningún tipo. El Espíritu y su reflejo perfecto, el hombre y el universo, constituyen la totalidad del ser.
El sentido material argumentaría lo contrario con su legión de males: sus temores y frustraciones, sus carencias y limitaciones crónicas, su envidia y rivalidad, sus guerras mundiales y sus interminables conflictos tribales, sus enfermedades y plagas incurables, sus tragedias humanas y desastres naturales. Pero el sentido material es un mentiroso. Y la mentira más grande es la creencia en la materia, pura y simplemente. La creencia de que la materia es un creador o causa, que puede representar la ley, que es sustancia o inteligencia es lo que realmente tenemos que enfrentar en cada caso.
¿Cuál es el remedio? La verdad del Espíritu como Todo, como la única causa y creador de un universo espiritual totalmente perfecto. Suena bastante simple. No obstante, tan simple, que tal vez nos olvidemos de profundizar nuestra comprensión de este punto más importante de todos: que Dios, el Espíritu, verdaderamente es Todo. Ni por un momento debemos ignorar ninguna forma particular que el error pueda adoptar. Necesitamos ajustar los argumentos utilizados en el tratamiento de la Ciencia Cristiana para enfrentar el problema específico en cuestión. Pero para sanar, es esencial que lidiemos a fondo con la creencia subyacente de la supuesta realidad de la materia. En Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy declara: “El punto de partida de la Ciencia divina es que Dios, el Espíritu, es Todo-en-todo y que no hay otro poder ni otra Mente —que Dios es Amor y por lo tanto, Él es Principio divino—” (Ciencia y Salud, pág. 275).
Esa es una declaración bastante revolucionaria, ¿no es cierto? No nos beneficiará apartarnos y admirarla desde la distancia como si estuviéramos viendo un cuadro o disfrutando de una pieza de escultura. Debemos ejemplificar la verdad. Necesitamos recibir la verdad espiritual con los brazos abiertos, y aprender a abrazarla con todo nuestro corazón y dejar que ella nos abrace a nosotros. Es importante, por supuesto, declarar la verdad relativa a un caso específico y negar el error con convicción; pero luego debemos dar el siguiente paso y realmente ceder a la realidad espiritual hasta que se comprenda que la verdad sobre la situación es la única realidad. No importa cuánto tiempo un problema afirme haber estado presente, no importa cuánta atención esté recibiendo, no importa cuán doloroso o atractivo parezca, jamás cruza realmente el umbral de la realidad. Nunca entra en el universo del Espíritu. Como quiera que aparezca, el mal es siempre una pretensión, nunca una realidad.
En la medida en que llegamos a estar convencidos de la omnipotencia de la Verdad, de la omnipresencia del Espíritu, podemos contrarrestar la pretensión ignorante de que hay una mente carnal que se opone a nuestro esfuerzo por sanar. Podemos ver la creencia en una fuerza opuesta por lo que es: nada.
A menudo, cuando una dificultad parece particularmente obstinada, podemos sentirnos guiados a examinar nuestro pensamiento cuidadosamente. Tenemos que estar dispuestos a permitir que el Cristo, la influencia divina y salvadora en la consciencia humana, elimine de nosotros todo lo que es desemejante a Dios; incluso cualquier pensamiento al que nos hayamos aferrado durante tanto tiempo que nos parece bastante natural. Pero es vital recordar que nuestro punto de partida es que Dios, el Espíritu, es Todo. No podemos recordarnos lo suficiente a nosotros mismos que, cualquiera que sea la apariencia externa, el verdadero culpable es siempre la afirmación de la mente carnal de que la vida y la inteligencia están en la materia. Cuando la totalidad del Espíritu es nuestra premisa, podemos saber que cualquier error específico que necesite ser descubierto, independientemente de cuán profundo u oculto esté, la Verdad lo pondrá al descubierto. Debido a que es la Verdad y no la mente humana la que está en operación, el error será expuesto como irreal, como algo que no forma parte del hombre, y por lo tanto es expulsado.
¿Qué hacemos si hemos trabajado, orado y esforzado tan solo para llegar a un aparente callejón sin salida? ¿A dónde vamos cuando creemos que hemos agotado todas las posibilidades?
Vamos al único lugar al que podemos ir: a profundizar nuestro estudio de la Verdad. Podemos profundizar nuestra conciencia del amor de Dios por nosotros, que es interminable. Debido a que la Verdad es infinita, realmente no existe tal cosa como agotar todas las posibilidades. En realidad, todos nosotros, desde el principiante hasta el estudiante más experimentado de la Ciencia Cristiana, estamos siempre en la fuente misma del desarrollo espiritual. Debido a que la Verdad es ilimitada, hay un desenvolvimiento infinito allí mismo delante de nosotros. Podemos ser tentados a creer que hemos llegado a un callejón sin salida, pero es solo la mente carnal la que argumenta el desaliento, el fracaso o la derrota. El mandamiento de Dios es hoy como lo fue para los hijos de Israel en el Mar Rojo: “que se pongan en marcha” (Éxodo 14:15, LBLA). A cada hora, el Espíritu, no la materia, es la realidad. El bien no el error está presente ahora.
Esto se demostró en mi propia experiencia. Desde la infancia había sufrido de una difícil condición en los senos nasales. Al principio, se buscó ayuda médica, pero sin mucho éxito. Después, tras comenzar el estudio de la Ciencia Cristiana, busqué ayuda en diferentes momentos de varios practicistas de la Ciencia Cristiana. Había hecho lo que pensé que era un buen esfuerzo para guardar mis pensamientos y ver que eran solo de Dios, pero la condición no cedía. Tuve otras curaciones, pero no esta. Con el paso de los años, me embargó una sombría resignación. Pensé que tendría que aprender a vivir con ello. La dificultad había persistido durante tanto tiempo que, sin darme cuenta, la había aceptado como parte de mi ser. Entonces, finalmente, me detuve y dije: “Está bien, ya basta”.
Un día, me vino claramente la idea de trabajar con “la declaración científica del ser” de Ciencia y Salud. Decidí esforzarme cada día para obtener una mejor comprensión de su significado. Comienza: “No hay vida, verdad, inteligencia, ni sustancia en la materia. Todo es la Mente infinita y su manifestación infinita, pues Dios es Todo-en-todo” (Ciencia y Salud, pág. 468).
“Palabras maravillosas”, pensé. “Me las he dicho miles de veces a mí mismo, y escucho repetir esta declaración cada semana en la iglesia. Pero ¿qué significa esto? Sé lo que dice; puedo repetirlo hasta dormido. Pero ¿sé realmente lo que significa? Me detuve y me pregunté: “En este mismo momento, ¿qué es más real para mí, la creencia en la materia o la presencia del Espíritu? ¿Qué es realmente más sustancial para mí? He estado afirmando que Dios es mi Mente, pero ¿he estado diciendo eso mientras sigo creyendo que tengo una mente privada?”. Y así sucesivamente.
Cada día, durante los siguientes años, me tomé el tiempo para profundizar realmente mi comprensión de “la declaración científica del ser”. Acostado en la cama por la noche, oraba para entenderlo. Si me despertaba en medio de la noche, reflexionaba sobre él un poco más. Con mi primer pensamiento al despertar por la mañana, hacía lo mismo, y a medida que avanzaba el día, cuando caminaba por la calle o estaba frente a la caja en la tienda de comestibles.
Me decía a mí mismo que debía ir más allá de las palabras hacia el significado espiritual. Al cabo de unos meses empecé a descubrir algunas cosas. Aunque teóricamente sabía que la materia es irreal, descubrí que cuando era honesto conmigo mismo, en realidad la materia me gustaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. Por ejemplo, me habían enseñado que mi verdadera identidad estaba compuesta de ideas y cualidades espirituales y no de órganos materiales; pero mientras el cuerpo no me causara problemas, realmente no me oponía a un sentido material de mí mismo. ¿Te suena familiar? Si es así, sigue leyendo.
Sin embargo, también sucedió algo más. Algo realmente maravilloso. Después de haber estado orando de esta forma durante más o menos un año, me interesé tanto, me sumergí tanto en lo que estaba aprendiendo de la omnipresencia del Espíritu, que sin darme cuenta me olvidé del problema. Como me había estado causando dolor a diario, no sé cómo fue posible, pero eso es lo que sucedió. Cada vez que pensaba que había alcanzado un nuevo nivel de comprensión, estaba atento para no sentirme satisfecho.
“No te detengas”, me decía a mí mismo. “Sigue adelante. Profundiza más. Mucho más”.
¿Qué pasó? El mundo físico que me rodeaba no desapareció. No esperaba ni buscaba eso. Pero cada día, el sentido material de las cosas me parecía un poco menos sólido y la presencia del Espíritu más tangible. También me di cuenta de que era menos crítico con los demás, más dispuesto a reemplazar el error con la verdad que a encontrar fallas, menos insistente en salirme con la mía y más dispuesto a escuchar a Dios. Entonces, un día, después de unos tres años de trabajar y orar de esta manera, de repente se me ocurrió que la afección había desaparecido totalmente de mi experiencia. Se había ido. Pero ¿cuándo se había ido? ¿Cuándo había sido sanado? ¿En los últimos días? ¿ Hacía unas semanas o un mes o dos? ¿Un año antes? Realmente, no tenía ni idea. Había estado tan absorto en el trabajo que había dejado de buscar resultados en la materia. Por supuesto, tenemos derecho a esperar la curación. Tenemos derecho a esperar que el amor de Dios se manifieste de una manera que satisfaga nuestra necesidad. La Ciencia Cristiana sana completa y exhaustivamente. Pero nunca debemos recurrir a la materia para determinar nuestro bienestar.
Piénsalo. Puede demostrarse que la materia, que pretende crear al hombre, gobernarlo y, en última instancia, destruirlo, es impotente. Puede demostrarse que la llamada sustancia material, que ha parecido tan sólida y tangible y a menudo seductora o amenazante, es irreal. Al percibir que el perfecto gobierno y control del Espíritu es la única realidad, somos capaces de ver que la historia material del hombre es puro mito. Mediante la espiritualización del pensamiento, el sentido del hombre como personalidad material cede a la comprensión de su identidad espiritual, de su preexistencia y coexistencia con Dios.
A medida que aceptamos esta verdad para nosotros mismos, somos capaces de abrazar a los que nos rodean de la misma manera. Al mirar, por así decirlo, desde Dios, la única Mente, percibimos la realidad espiritual. Nos negamos rotundamente a ser impresionados por cualquier evidencia de deformidad, tanto mental como moral o física, que pueda arremeter contra nosotros para captar nuestra atención, ya sea en la comunidad, en nuestro hogar o a través de los medios de comunicación. Más bien, nos regocijamos en la verdad sanadora de que el hombre expresa la inteligencia inquebrantable de la Mente, la pureza e inocencia del Alma, y la actividad sin restricciones de la Vida. No pensamos que alguien pueda ser limitado por el tiempo, por la vejez o la juventud, sino que tomamos conciencia del hombre sostenido en su perfección inmutable por la Vida eterna. Y dejamos de clasificar a las personas por género o por origen racial y étnico a medida que discernimos al hombre de la creación de Dios, que refleja la diversidad infinita de la individualidad del Espíritu.
¿Dónde encontramos a este hombre? Dondequiera que miremos —en la calle, en el trabajo, en el ascensor, en las noticias de la noche, en la iglesia— podemos esforzarnos por contemplar a los demás en su verdadero ser. No debemos descansar hasta que lleguemos a ser tan sólidos en nuestra convicción espiritual que ningún argumento sobre la realidad de la materia, en cualquier fase, pueda impresionarnos, atraernos, irritarnos, engañarnos, amenazarnos o penetrar de alguna manera en nuestra confianza en la totalidad de Dios.
¿La mentira más grande? Ya sea una gran guerra o un matrimonio roto, una crisis de deuda mundial o nuestro propio saldo bancario escaso, una epidemia global o un solo caso de enfermedad, siempre es el único mentiroso, la mente carnal, la que argumenta que la vida y la inteligencia están en la materia. A medida que silenciamos esta mentira en nuestra propia conciencia, la verdad que aceptamos se extiende para bendecir a todos los que abrazamos en nuestro pensamiento. Cada curación bendice al mundo entero.
Hace unos años, gran parte del mundo celebró el quinto centenario del viaje de Colón a América. El descubrimiento del nuevo mundo cambió las percepciones para siempre. El viaje de un hombre valiente y su tripulación permitió a la humanidad cambiar su limitada visión por una oportunidad incomparable y en constante expansión. Pero mucho antes de que Colón hiciera su descubrimiento, un pionero mucho más grande comenzó una misión mucho mayor. Al comienzo de su ministerio de curación, de pie en la orilla de las esperanzas humanas, nuestro Maestro, Cristo Jesús, encargó a Pedro, que pronto sería su discípulo, que lanzara su barca mar adentro. Había sido una larga y frustrante noche de duro trabajo para Pedro, pero el pescador obedeció y encontró la abundancia prometida.
A todo aquel que hoy puede estar luchando a través de una noche de duda e incertidumbre, el Cristo te está llamando a ti también. Quédate quieto en este mismo momento, y en la quietud de tu ser, escucha. La idea espiritual de Dios te está convocando, te indica que abandones las aguas poco profundas de la creencia mortal y te lances a las profundidades. No seas reacio a hacer este viaje. Aquí, en lo profundo de la realidad espiritual, en la comprensión de la totalidad del Espíritu, no hay oscuridad, y encontrarás el desarrollo espiritual que anhelas. Aquí se cumplen las promesas de Dios y sus bendiciones están siempre cerca.
Comienza tu viaje espiritual ahora. No te demores. Día tras día encontrarás tu vida en el Espíritu, donde nada “hace abominación y mentira” (Apocalipsis 21:27); en el Amor divino, donde mora el hombre para siempre.