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¿Somos divinos?

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 16 de julio de 2025


Un número cada vez mayor de personas está empezando a reconocer que el hombre es más de lo que las ciencias materiales lo hacen parecer; que nuestra verdadera naturaleza es en realidad espiritual y buena, un reflejo de lo divino, que trasciende lo que los sentidos físicos informan sobre nosotros. Esta comprensión plantea profundas preguntas: ¿Qué significa ser espiritual? ¿Cuál es la fuente del bien? y ¿Qué es lo divino?   

Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, encontró que a medida que evolucionaba su comprensión de lo espiritual, lo bueno y lo divino, también lo hacía su capacidad para sanar a las personas de los desafíos físicos, mentales, morales y de otro tipo, y para hacerlo con certeza científica. No obstante, eso significaba renunciar a gran parte de lo que había aprendido de la religión tradicional, las ciencias materiales y los cinco sentidos físicos. En cambio, era necesario desarrollar un sentido espiritual o comprensión de quiénes somos realmente.

Las respuestas comenzaron a revelarse para ella después de que fue sanada de lesiones que amenazaban su vida, solo a través de la oración y al meditar sobre las enseñanzas y obras de curación de Cristo Jesús en la Biblia. Para comprender cómo había ocurrido la curación, ella dedicó los siguientes tres años al estudio profundo de las Escrituras. Un enfoque particular fueron las dos historias opuestas de la creación, Génesis 1, el relato espiritual, y Génesis 2 y 3, el relato material. Debido a que estos registros se niegan mutuamente, estaba claro que solo uno de ellos podía ser verdadero.

Génesis 1 dice que hay un solo creador —Dios, el Espíritu— que crea todo el universo y todo lo que hay en él espiritualmente, y que todo lo que Dios hace es muy bueno. También dice que Dios crea al hombre —varón y mujer— a la imagen y semejanza divinas y lo bendice, haciendo que manifieste Su poder.

Génesis 2 y 3, por otro lado, contienen la alegoría de un dios semejante al hombre y una creación fallida. Adán y Eva están formados materialmente y son capaces de pensar y actuar independientemente de su creador. En consecuencia, cuando la serpiente (los sentidos físicos o el sentido personal) los seduce para que crean que ellos mismos podrían ser dioses y beneficiarse al creer en otro poder llamado mal, son finalmente maldecidos para sufrir durante toda la vida. Esto es exactamente lo opuesto al hombre y la mujer de la creación del Espíritu, y totalmente contrario al mensaje de la Biblia en su conjunto, que enseña que Dios, el Espíritu, es el único que crea y tiene poder.

Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, de Mary Baker Eddy, declara: “El primer registro atribuye todo el poder y gobierno a Dios, y dota al hombre de la perfección y el poder de Dios. El segundo registro es la cró­nica del hombre como mutable y mortal, —como habiéndose separado de la Deidad y como girando en una órbita propia—” (pág. 522). De hecho, puesto que Dios es el bien infinito, en realidad, cada uno de nosotros refleja sólo el bien.

Además, Eclesiastés 3:14 dice que todo lo que Dios hace es para siempre, y no se le puede añadir ni quitar nada. Por lo tanto, ningún mal, como la enfermedad, el odio o la deshonestidad, puede añadirse a la creación de Dios, ni se pueden quitar de ella cualidades espirituales como la salud, la fortaleza, la sabiduría o la compasión. Y esto es cierto acerca de cada uno de nosotros eternamente.

Pero los sentidos materiales siempre nos tentarían a creer que el segundo relato de la creación es verdadero, que podríamos ser creadores y la fuente del bien, o incluso que podríamos ser dioses poderosos por derecho propio. Esto parece engañosamente plausible cuando tenemos éxito y las cosas nos van bien materialmente (un buen trabajo, hogar hermoso, relaciones satisfactorias) hasta que las cosas comienzan a desmoronarse, lo que finalmente siempre parece suceder en la experiencia humana. En la verdadera creación espiritual, el bien es infinito y eterno. No se puede perder ni disminuir.

Y esto nos lleva al segundo punto. ¿Qué es el bien y de dónde proviene? Cristo Jesús lo explica muy claramente. La Biblia nos dice que él era el Hijo de Dios, el Mesías o Salvador que Dios envió para librar a la humanidad del pecado y el sufrimiento; que él era inmaculado, puro, compasivo y humilde; que sanó toda clase de enfermedades, resucitó a los muertos, calmó las tormentas, alimentó a miles con solo unos pocos panes y peces, y venció incluso a su propia muerte. 

Sin embargo, a pesar de todas estas buenas cualidades y logros, Jesús dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios” (Mateo 19:17). También dijo: “No puedo yo hacer nada por mí mismo. … El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha” (Juan 5:30; 6:63).

Jesús siempre hizo la distinción entre él y su Padre, Dios, la verdadera fuente del bien. Jesús reflejó esa bondad sin medida, pero no era la fuente de ella. Y puesto que el bien viene de Dios, debe bendecir a todos; debe ser confiable, estar siempre presente y satisfacer todas las necesidades humanas; a diferencia del “bien” que se origina en la materia o en las mentes humanas y que puede ser pervertido, perdido o socavado. Dios, el bien, es el único poder, por lo que no puede haber oposición a la bondad de Dios.

Pero ¿no era Jesús divino? ¿Y qué significa ser divino? 

La definición primaria de divino solo se refiere al Dios único y Sus atributos y poder únicos. Jesús no era divino, en este sentido, porque no era Dios. El Dios infinito nunca pudo estar “en” un hombre finito, pero la naturaleza de Dios se manifestó únicamente a través de Cristo Jesús porque él era el Hijo “unigénito” del Padre. El suyo fue un nacimiento virginal a través del Espíritu Santo, no a través de la procreación humana. 

Jesús manifestó la naturaleza divina a través de su obediencia inquebrantable a la ley de Dios, lo que le permitió reflejar el poder divino, redimir a las personas del pecado y el sufrimiento al despertarlas a su verdadera naturaleza espiritual. Ciencia y Salud explica: “El Cristo era el Espíritu al que Jesús aludió en sus propias declaraciones: ‘Yo soy el camino, y la verdad, y la vida’; ‘Yo y el Padre uno somos’. Este Cristo, o divinidad del hombre Jesús, era su naturaleza divina, la santidad que lo animaba” (pág. 26).

Es tentador creer que cuando Cristo Jesús dijo: “Yo y el Padre uno somos”, quería decir que él era Dios. Pero en el Evangelio de Juan él dice: “Mas no ruego solamente por estos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (17:20, 21). No se refería a la unidad física, sino a la unidad espiritual.

Si ser uno con Dios significaba que Jesús era Dios, entonces eso nos convertiría a todos en dioses. Sin embargo, él enseñó y vivió el Primer y el Segundo Mandamiento: que no debemos tener otros dioses además del único e infinito Espíritu, y que no debemos adorar a nada ni a nadie más.

La Sra. Eddy explica: “Si decimos que el sol representa a Dios, entonces todos sus rayos colectivamente representan al Cristo, y cada rayo por separado, a hombres y mujeres. Dios el Padre es mayor que Cristo, pero el Cristo es ‘uno con el Padre’ y así se explica científicamente el misterio. No puede haber más de un Cristo” (La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, pág. 344). 

Jesús demostró que somos uno con Dios porque el Espíritu es nuestra fuente, nuestro único Padre verdadero. Puesto que los sentidos materiales solo perciben la individualidad física humana y la materia, Jesús enseñó la necesidad de que cada uno de nosotros “nazca de nuevo”, no de la carne, sino del Espíritu, Dios; es decir, que nos despojemos de esa falsa sensación de una mente independiente, un cuerpo material y una personalidad humana, y en su lugar nos reconozcamos como el reflejo del Espíritu divino.

Tenemos que comprender que todo el mundo adora (honra, sirve o teme) algo. Pero ¿por qué importa lo que adoramos? Porque si lo que adoramos es humano o material, físico o sensual, siempre será dualista; incluirá tanto el bien como el mal, la salud y la enfermedad, la vida y la muerte. Siempre será variable, poco fiable, fatal. 

Pero cuando reconocemos y adoramos a un solo Dios, el Espíritu, que es la fuente de todo el bien, de toda vida, de toda salud, de toda felicidad, y reconocemos que el Cristo es la verdadera idea de Dios que expresa el bien, que expresa el mensaje divino de nuestra unidad con Dios, entonces encontramos que la paz, la salud, el gozo, el dominio y la seguridad están siempre presentes, no pueden disminuir y son inmutables, indestructibles, eternamente buenos, y abrazan a toda la humanidad. 

La falsa teología sugiere que, puesto que Dios es el Amor mismo, Dios es, por lo tanto, más que un buen amigo que te ama, y que también sufre contigo. Pero eso reduciría a Dios a un ser humano o incluso a un mortal. Es imposible que Dios sufra, ya que Él es el bien omnipotente, y por lo tanto es imposible que Su semejanza —el hombre espiritual— sufra. Dado que los amigos pueden cambiar y traicionar, ver a Dios de la manera en que vemos a un amigo humano —que nos ama, pero tiene una capacidad limitada para ayudar— hace que nuestra fe en Dios sea vulnerable a la duda y la confusión. Necesitamos resistir la tentación de comparar a Dios con cualquier cosa humana o de usar a Dios como una especie de “botones cósmico” a quien llamamos para que haga nuestra voluntad o solo cuando necesitamos ayuda. Comprender a Dios como el Amor divino e infinito, que es constante y nunca deja de librarnos del sufrimiento cuando seguimos Sus mandamientos, trae paz y confianza.

La razón por la que podemos confiar en Dios para que nos libere en las situaciones más abrumadoras y aterradoras es precisamente porque Dios no es humano ni material, sino divino, el único, el absoluto, el poder supremo del universo. Dios es el Amor infinito, satisface cada necesidad de una manera que ningún poder humano o material podría hacerlo. Jesús nos instruyó a orar: “Santificado sea tu nombre” (Mateo 6:9). Al referirse a Dios, la palabra griega para santificar significa considerarlo como santo y digno de reverencia y admiración.

En mi propia experiencia, me habían enseñado desde la infancia a conocer a Dios, al Espíritu, como nuestro Padre-Madre Dios siempre presente, que nos cuida y nos protege. Sin embargo, a medida que comencé a lograr éxitos humanos, me vi arrastrada hacia una forma muy material de razonar mientras que al mismo tiempo pensaba: “Soy espiritual, soy buena, estoy a salvo”, etc. Asumir que podía confiar en mi propia sabiduría y talento y tomar mis propias decisiones independientemente de la ley de Dios me llevó a algunas decisiones no tan buenas (¡eufemismo!) y a un sufrimiento muy desagradable. Entonces aprendí que Dios es el gran y único “YO SOY”.

A medida que comencé a esforzarme por “nacer de nuevo” —por renunciar a un sentido material, personal o humano de quién soy— comencé a comprender que la inspiración divina solo proviene de Dios y nunca deja de guiarnos correctamente. Ha sido una lección continua, con nuevas tentaciones que aparecen en nuevas formas que me engañarían y me desorientarían haciéndome creer que podría haber muchas mentes, muchos poderes, muchos dioses. Pero cuanto más profunda se vuelve mi admiración y reverencia por Dios, y cuanto más humilde se vuelve mi obediencia a la ley de Dios, más pronto veo manifestada en mi experiencia la realidad de que hay una sola Mente divina, una ley divina que nos gobierna a todos en todo momento en completa armonía. Como dice la Sra. Eddy en No y Sí, “La ley de Dios se resume en tres palabras: ‘Yo soy Todo’...” (pág. 30).

Tantas curaciones y bendiciones se han producido de cultivar la humildad de ver que no somos causa, sino más bien, cada uno somos el efecto; el efecto perfecto de una causa perfecta. No somos la Mente divina, sino más bien, somos lo que la Mente divina está conociendo —belleza, inteligencia, salud, creatividad, libertad, dominio, inocencia— manifestado continuamente como la preciosa idea espiritual de Dios. Por ser la imagen y semejanza divina de Dios, cada uno de nosotros refleja naturalmente lo divino.

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