Hace poco vi la película Barbie, una comedia de fantasía que destaca lo que es ser mujer en una sociedad patriarcal. Por aquel entonces también leí The Six: The Untold Story of America's First Women Astronauts (Loren Grush), relato de la vida real de seis mujeres que tuvieron que superar la discriminación de género para alcanzar sus objetivos profesionales.
La reciente atención prestada a este importante tema me anima a compartir mi propia experiencia de lidiar con el sexismo en el trabajo.
En la década de 1980, cuando tenía veinte años, trabajaba como representante de ventas para una gran empresa. Todos los representantes de ventas eran mujeres jóvenes, y todos los gerentes y ejecutivos eran hombres. Al no haber mujeres en los niveles más altos de la administración, no había modelos a seguir para nosotras. Todas las mujeres en nuestra empresa navegaron a su propia manera por el sexismo inherente a este tipo de desequilibrio de género, sabiendo que su trabajo podría estar en juego si no seguían ciertas reglas no escritas.
Un fin de semana tuvimos que asistir a una conferencia de empleados organizada por nuestra empresa. Los cónyuges no fueron invitados. Cuando llegué a mi habitación de hotel el viernes por la tarde, vi, además de una canasta de bienvenida, un disfraz tirado en la cama con instrucciones para usarlo y llegar a la suite de hospitalidad a las 6:30 de la tarde. ¿El disfraz? Un top de bikini, pantalones de gasa y un fez, como los que usa el personaje principal en la serie de televisión estadounidense de la década de 1960, Mi bella genio. Era totalmente poco profesional e inapropiado.
Me quedé atónita. Sin saber cómo responder, le pedí a Dios que me ayudara. Se me ocurrió llamar a un practicista de la Ciencia Cristiana en particular y pedirle que orara por mí. Aceptó el caso de inmediato y me sugirió que reflexionara sobre el Estatuto “Una Regla para móviles y actos” en el Manual de La Iglesia Madre, escrito por la Descubridora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy. Luego me lo leyó. La primera parte dice: “Ni la animadversión ni el mero afecto personal deben impulsar los móviles o actos de los miembros de La Iglesia Madre. En la Ciencia, sólo el Amor divino gobierna al hombre, y el Científico Cristiano refleja la dulce amenidad del Amor al reprender el pecado, al expresar verdadera confraternidad, caridad y perdón” (pág. 40).
Aunque yo era miembro de La Iglesia Madre (La Primera Iglesia de Cristo, Científico, en Boston) y estaba familiarizada con este Estatuto, no tenía idea de cómo su guía se aplicaba a esta situación. No obstante, sentí que debía considerar lo que dijo el practicista, ya que le había pedido ayuda, y mientras oraba, pensé en lo que significa ser gobernado por el Amor divino (un sinónimo de Dios basado en la Biblia) y reflejar sus dulces amenidades. Un diccionario define la amenidad como “algo (como un gesto social convencional) que promueve la suavidad o la afabilidad en las relaciones sociales” (merriam-webster.com). Me pareció que las afabilidades del Amor incluirían cualidades como la dignidad y la gracia, que todos expresamos por ser hijos de Dios. Y quería expresar estas amenidades en esta situación empresarial.
Una vez que terminé de orar, pensé que sería mejor que me preparara para el evento de la noche. En ese momento, sonó el teléfono. Era la persona encargada del evento, para comprobar si yo había llegado. Después de una pequeña charla, me preguntó si tenía mi disfraz. Debe haber sido la forma en que respondí lo que la impulsó a preguntar: “¿Está todo bien?”. Le respondí que yo simplemente no podía usar el disfraz. Luego me informó en un lenguaje “codificado” que ambas entendíamos que si no me presentaba con el disfraz esa noche, no debía molestarme en regresar a trabajar el lunes. Pero mientras hablaba, de repente ella se interrumpió a sí misma para decir que uno de los gerentes acababa de cancelar por la noche. “¿Te pondrías su disfraz?”, preguntó. Era un pantalón y una chaqueta con cuello tipo Nehru y mangas largas. Agregó que el hombre que se suponía que debía usarlo era bastante alto, pero que podía enrollar la pretina de los pantalones y usar la faja como cinturón.
Yo estaba agradecida por esta hermosa respuesta a la oración. Fui a la suite de hospitalidad con la chaqueta y los pantalones. Mi jefe no estaba contento y me preguntó dónde estaba el disfraz que se suponía que debía usar. Pude responder con toda honestidad que me habían dado la opción de usar este atuendo.
Con el tiempo, también comencé a reconocer la importancia de la segunda parte de ese Estatuto: “Los miembros de esta Iglesia deben velar y orar diariamente para ser liberados de todo mal, de profetizar, juzgar, condenar, aconsejar, influir o ser influidos erróneamente”. Yo aprendería el efecto sanador de ser gobernada por Dios y de abstenerme de juzgar a los demás, incluso cuando parecía justificado.
Esa noche, las otras jóvenes en la recepción se veían muy incómodas con sus reveladores disfraces. Una de ellas, que había estado bebiendo mucho, se negó a hablarme, o incluso a reconocerme, a menos que fuera absolutamente necesario. El tratamiento silencioso de esta colega continuó durante todo el fin de semana. Pero me esforcé por cuidar mi pensamiento para no tomar su comportamiento como algo personal, reaccionar a él, o juzgarla o condenarla a ella o a mi jefe. No dejaba de pensar en las dulces amenidades del Amor divino e hice lo mejor que pude para expresarlas en cada oportunidad.
Muchos meses después, me asignaron para trabajar con esta colega. Poco después de esto, de la nada, me dijo que me debía una disculpa. Me dijo que había estado celosa de la forma en que manejé toda la situación de los disfraces en la conferencia del fin de semana; que me había elevado por encima del sexismo y actuado como una verdadera profesional, mientras que la única forma en que ella sabía cómo manejar su ira y vergüenza y sentirse amenazada con la pérdida de su trabajo era emborracharse.
Me conmoví por ella. Le dije que después de haber orado a Dios para que me guiara sobre cómo manejar la situación poco profesional, me habían dado el otro disfraz, menos inapropiado. Mientras hablábamos, me di cuenta del egocentrismo que había expresado al no incluir a mis colegas en mis oraciones. Fue muy claro para mí que el tipo de trato sexista que habíamos experimentado y la creencia de que había que tolerarlo “tal como es” debía de ser cuestionado en beneficio de todas, no sólo en el mío. Era una imposición al pensamiento, una injusticia y una ofensa a la dignidad no sólo de las mujeres sino también de los hombres, y no tenía ningún fundamento en la creación de Dios. Me volví más consciente de la necesidad de defenderme contra esta falsa creencia y afirmar el gobierno de Dios sobre todos nosotros.
Esta mujer y yo no solo nos hicimos buenas amigas, sino que acordamos apoyarnos mutuamente en el futuro en nuestras interacciones con los superiores, y nunca más la volví a ver beber en un evento de la empresa. Al cabo de dos o tres años, las dos teníamos nuevas oportunidades de trabajo: ella para comenzar su propio negocio y yo para entrar en un campo donde la meritocracia gobernaba y las mujeres ocupaban puestos ejecutivos de alto nivel.
La maravillosa guía de comportamiento de “Una Regla para móviles y actos” ha seguido siendo una bendición para mí en todos los caminos de la vida. Este Estatuto se lee en voz alta el primer domingo de cada mes en los servicios de la iglesia de la Ciencia Cristiana en todo el mundo, y siempre me encanta escucharlo.