A un conocido filósofo le gustaba usar el término visión del sol en lugar de salida del sol para dejar en claro que no es que salga el sol, sino que la rotación de la tierra lo hace visible. Aun así, por muy fácil que sea procesarlo en nuestra cabeza, puede que no sea tan fácil verlo con nuestros ojos.
Lo mismo podría decirse a veces de nuestra práctica de la Ciencia Cristiana. Aunque admitamos ser espirituales, hechos a imagen y semejanza de Dios, el Espíritu divino, la evidencia de que vivimos una existencia basada en gran medida en la materia, con toda su discordia y enfermedad, puede parecer bastante abrumadora.
“Sé que soy espiritual”, podríamos decir cuando oramos para abrirnos camino a través de un desafío. “Simplemente no lo estoy viendo”.
Ser espiritual no significa que simplemente estemos inclinados a reflexionar sobre las cosas más profundas de la vida, sino más bien que el Espíritu mismo, no la materia, es la esencia misma de nuestra existencia. No obstante, a menudo es más fácil decirlo que verlo.
Por mucho que intentemos reconciliar esta desconexión entre lo que sabemos y lo que vemos —lo que es y lo que no es verdad, lo que es y lo que no es real—, el enfoque más eficaz es dejar de lado, aunque sea por un momento, lo que los sentidos físicos sugieren y aceptar como creíble sólo lo que los sentidos espirituales revelan. No se trata de enterrar la cabeza en la arena, sino de abrir el camino para que el pensamiento se libere de ella.
“El sentido espiritual es una capacidad consciente y constante de comprender a Dios”, escribe Mary Baker Eddy (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 209). Y es nuestra comprensión del gran amor de Dios por Su creación totalmente espiritual lo que nos permite no solo imaginarnos a nosotros mismos, sino vernos verdaderamente como Él nos ve: completos en todos los sentidos, sin impresionarnos ni estar restringidos por las sofocantes arenas del pensamiento basado en la materia.
La buena noticia es que esta comprensión, esta verdadera visión de la realidad, no se genera por sí misma; es un regalo de Dios para nosotros. Y aunque siempre está presente, se hace cada vez más evidente a medida que expresamos más plenamente las cualidades de pensamiento que se originan en Dios como son la honestidad, el altruismo, la humildad, el amor, y así sucesivamente.
Hay mucha evidencia que respalda esto, ciertamente en las enseñanzas y curaciones de Cristo Jesús y otros a lo largo de la Biblia, pero lo que es igualmente importante, son los informes de curación cristiana contemporánea que se encuentran en revistas como ésta publicada por La Sociedad Editora de la Ciencia Cristiana.
En uno de esos informes, el escritor describe haber orado para ser aliviado de un “intenso dolor interno”. A pesar de su oración, el dolor empeoró. Sin embargo, durante una llamada telefónica con un practicista de la Ciencia Cristiana, descubrió que su frustración cedía lenta pero ciertamente a un aprecio más profundo de la “bondad y el amor que todo lo penetran” de Dios, un amor que no solo se le animaba a considerar, sino que realmente podía sentir. Para cuando terminó la llamada, el dolor había desaparecido (véase Todd Hollenberg, “Internal pain healed”, The Christian Science Journal, December 2023).
Relatos como este ilustran la naturalidad de la curación espiritual —de lo falso que cede a lo verdadero, de lo irreal que cede a lo real— junto con nuestra capacidad divinamente otorgada para ver como Dios ve. La Sra. Eddy lo describe de esta manera en Ciencia y Salud: “La curación física de la Ciencia Cristiana resulta ahora, como en tiempos de Jesús, de la operación del Principio divino, ante la cual el pecado y la enfermedad pierden su realidad en la consciencia humana y desaparecen tan natural y tan necesariamente como las tinieblas dan lugar a la luz y el pecado a la reforma. Ahora como entonces, estas obras poderosas no son sobrenaturales, sino supremamente naturales. Son la señal de Emanuel, o “Dios con nosotros” —una influencia divina siempre presente en la consciencia humana y que se repite, viniendo ahora como fue prometida antaño—:
A pregonar libertad a los cautivos [del sentido],
Y vista a los ciegos;
A poner en libertad a los oprimidos”. (pág. xi)
Incluso cuando el mal parece estar más presente y ser más poderoso que el bien, esta “influencia divina”, o Cristo, siempre está presente para volver nuestro pensamiento a Dios; para disipar el temor que nos cegaría al amor sanador de Dios. Al hacerlo, pone a la vista la totalidad de Dios, el bien, que estuvo allí todo el tiempo.
Es imposible que los llamados sentidos materiales asimilen tal revelación, así como es imposible que estos mismos sentidos perciban completamente que la tierra gira alrededor del sol. Esto no significa que esta revelación no sea válida o práctica, solo que nos corresponde confiar en el sentido espiritual que Dios nos ha dado para tener una visión verdadera de nosotros mismos y de nuestro mundo.
Este cambio de punto de vista no ocurre de la noche a la mañana, sino paso a paso: su validez es confirmada curación por curación. A medida que esto sucede, llegamos a conocernos a nosotros mismos y a los demás cada vez más como Dios nos conoce. Y después —finalmente, inevitablemente— vemos lo que sabemos que es verdad.
Eric Nelson, Escritor de Editorial Invitado