Estaba atravesando una época de incertidumbre, lidiando con la tristeza y la soledad, porque me era imposible pasar más tiempo con mis seres queridos. Como hago usualmente cuando me siento triste o inquieta, decidí tomar cierto tiempo para orar. Fui a un hermoso parque y me recosté contra uno de los majestuosos árboles, escuchando los sonidos de la naturaleza.
Al cerrar mis ojos para orar, un ruido extraño me hizo levantar la mirada. ¡Tenía compañía! Unas cuantas ardillas brincaban y escalaban ágilmente por las largas ramas del árbol. Al observarlas saltar con toda confianza de una rama a otra, me impresionó su agilidad. “¿Cómo es que pueden hacerlo sin caerse?”, me pregunté. Su audacia y dominio me inspiraron. Los árboles parecían participar en toda esta actividad, como si aplaudieran con sus ramas a las ardillas.
Los rayos del sol se filtraban a través del follaje, y parecía que las ardillas trepaban hacia la luz. Si me movía en cierta dirección, el sol resplandeciente iluminaba mi rostro. Era como si Dios mismo me estuviera hablando.
En ese momento, percibí que todo tenía un orden, un ritmo, un propósito. Me di cuenta de que todos nosotros, incluso yo, los otros visitantes del parque, mis amigos, los miembros de la familia que extrañaba y las ardillas, estábamos abrazados por ese orden divino. Todo expresaba la actividad de Dios.
Me vino al pensamiento un versículo de la Biblia, como sucede a menudo cuando observo la armonía de la naturaleza: “Porque con alegría saldréis, y con paz seréis vueltos; los montes y los collados levantarán canción delante de vosotros, y todos los árboles del campo darán palmadas de aplauso” (Isaías 55:12). Sintiéndome tranquila y elevada, recordé también el Salmo 46:10: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios; … Seré exaltado entre las naciones”.
Como dice Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana: “Toda la naturaleza enseña el amor de Dios al hombre, …” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 326).
Continué orando, tratando de alcanzar la luz divina: la certeza de que la ley del bien de Dios gobierna el universo. Cuando finalmente me puse de pie y caminé de regreso del parque, la tristeza, la soledad y la incertidumbre se habían esfumado. La alegría, la paz y la gratitud llenaban mi corazón.