Tanto al orar como al alimentar a un pájaro, se necesita quietud, paciencia y presencia. Las tres, todas juntas.
La verdadera quietud es espiritual y profunda. Es tranquila y silenciosa y está allí mismo donde estás: en el aquí y ahora. La quietud da descanso al clamor que agita la mente humana. La quietud no se trata de estar solo o aislado. La soledad no es más que un zumbido interior, que la quietud calma. La quietud detiene totalmente la inquietud y nos hace conscientes de lo que Dios da. No es necesariamente la ausencia de sonido; es realmente la ausencia de ruido. Cuando nos quedamos quietos, estamos listos para escuchar al Espíritu, Dios: nuestra verdadera fuente de la existencia.
Esta quietud, que necesitamos todos los días, está llena de bondad y verdadero significado. Esta hermosa ausencia de ruido es una pacífica ausencia de conflictos; es poder estacionario. Mientras esperamos en Dios, el bien, la quietud nos permite enfocarnos en la majestuosa presencia del bien, que está en todas partes. Y sentimos que esta quietud respalda algo que todos necesitamos, todo el tiempo: paciencia.
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