Mis últimos meses del bachillerato deberían haber sido felices y despreocupados, pero en cambio fueron una época muy turbulenta. Tenía muchas ganas de mudarme a Nueva York y seguir una carrera en la danza, pero mis padres y profesores estaban decididos a que fuera a la universidad.
En el fondo sabía que probablemente tenían razón. Pero sentí que ir a la universidad significaría renunciar a lo que era más importante para mí. Para colmo, en medio de toda esta lucha mental, me lastimé la espalda y apenas podía caminar, mucho menos bailar. El dolor era horrible.
Mi maestra de la Escuela Dominical era practicista de la Ciencia Cristiana, y había orado por mí una vez antes cuando me lesioné el pie. Yo había sido sanada esa vez, así que llamé para ver si ella podía orar por el tema de la espalda. Ella estuvo de acuerdo y me invitó a ir a visitarla.
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